Solzhenitsyn

“Los dirigentes bolcheviques que tomaron Rusia no eran rusos, ellos odiaban a los rusos y a los cristianos. Impulsados por el odio étnico torturaron y mataron a millones de rusos, sin pizca de remordimiento… El bolchevismo ha comprometido la mayor masacre humana de todos los tiempos. El hecho de que la mayor parte del mundo ignore o sea indiferente a este enorme crimen es prueba de que el dominio del mundo está en manos de sus autores“. Solzhenitsyn

Izquierda-Derecha

El espectro político Izquierda-Derecha es nuestra creación. En realidad, refleja cuidadosamente nuestra minuciosa polarización artificial de la sociedad, dividida en cuestiones menores que impiden que se perciba nuestro poder - (La Tecnocracia oculta del Poder)

viernes, 24 de octubre de 2014

Conspiración Octopus XI

Viene de aquí.

39

Curtis abandonó, triunfante, el edificio y salió a la noche temblando. El corazón le latía con fuerza. Anduvo un rato y se paró. Recorrió unos metros más, llevado por la inercia, en dirección a la torre del reloj, mirando continuamente la calzada. Algo crujía bajo sus pies, pero él no lo oía. Por dentro lo consumían los nuevos datos sobre una conspiración pasmosa. «Lila Dorada.» Esas dos palabras ya no eran invisibles, aunque sí persistía el enigma. «Lila Dorada.» Deseaba poder pisar de nuevo la fetidez que desprendía, impedir que desapareciera en un nebuloso olvido de almas muertas. Curtis cogió el teléfono y marcó un número. En Roma eran las seis de la mañana. Arbour lo entendería. Tras más tonos de los necesarios, contestó una voz pastosa.
—Louise Arbour...
—Soy Curtis Fitzgerald. Espero que todavía se acuerde de mí. Es una emergencia.
—Pues claro, Curtis. —Los restos de sueño desaparecieron al instante, y la voz en Roma sonó clara y expectante.
—No tengo tiempo de explicarlo. El prisionero japonés, el hombre que yo estuve custodiando, ¿se encuentra a salvo? Repito, es una emergencia.
—Sí, al menos hasta hace cuatro horas. ¿De qué se trata?
—¿Está segura de que en este momento él no corre peligro?
—Lo está custodiando las veinticuatro horas un destacamento de élite de las Fuerzas Especiales. Me informan de cualquier cambio en su estado. Nadie entra en el recinto sin mi autorización o, en mi ausencia, la del capitán del destacamento, ya sea el lechero, una colegiala, un autobús de línea que se haya equivocado de calle o un electricista. El problema es que no sabemos qué buscar salvo desconocidos con armas, por lo que, a menos que se paren y se identifiquen debidamente, mis órdenes son disparar a matar.
—¿Alguien ha intentado ponerse en contacto con él?
—¿Directamente? No. Su ubicación es secreta. ¿A través de la Comisión de Naciones Unidas?
Sí. Varios periodistas, algunos políticos, un famoso reality show italiano, el Time Magazine y el New York Times. A todos se les ha negado el acceso a Shimada en nombre de la seguridad. ¿Qué ocurre, Curtis? Sus preguntas son muy raras. Le recuerdo que está hablando con...
—Lo sé, comisionada. Pero le estoy pidiendo ayuda. Recuerde que mi compañero murió y yo resulté gravemente herido defendiendo a su hombre. —De nuevo un silencio en Roma—. Louise, por favor, piense si alguien más ha intentado verlo.
—Curtis, jamás olvidaré su acto de servicio en Roma, pero créame, Shimada está a salvo. No llegarán hasta él.
—Cuando dice llegar a él se refiere a matarlo, ¿no?
—Exacto.
—Louise, no quieren matarlo. Quieren sacarlo de ahí.
En Roma hubo una pausa. En la cabeza de Louise sonaron las alarmas.
—Muy bien, Curtis, si lo ha dicho para causar efecto, soy toda oídos.
Con el menor número de palabras posible, Curtis explicó a Arbour lo que había averiguado gracias a Armitage.
—Si los otros están muertos, ¿por qué quieren a Shimada vivo?
—¿Ha oído hablar alguna vez de Lila Dorada?
—Shimada me contó que había pertenecido a una unidad secreta encargada de esconder tesoros robados. Pero en nuestros archivos no consta absolutamente nada sobre Lila Dorada. No ha oído hablar de ella ni el embajador norteamericano en la ONU ni la gente con quien hemos hablado a través de los conductos oficiales. Supuse que sería por lo avanzado de su edad.
—Louise, todos los gobiernos están dirigidos por mentirosos y no hay que creer nada de lo que dicen. Lila Dorada es real. Estamos hablando del mayor atraco de la historia de la humanidad. Durante la Segunda Guerra Mundial, una unidad secreta del Ejército Imperial japonés tuvo el cometido de saquear el sudeste asiático. La operación recibió el nombre de Lila Dorada. La cantidad y el valor de lo robado son alucinantes. Todo parece indicar que Shimada estuvo ahí.
—Aunque eso fuera cierto, ¿qué le hace pensar que quieren llevárselo?
—Porque él sabe dónde está enterrada parte del tesoro.
—Entiendo. ¿De cuánto dinero se trata, Curtis?
—No estoy exagerando, y sé que es difícil de creer, pero me han hablado de trillones de dólares.
—Si me lo hubiera dicho otro, no le habría creído. ¿Quién querría llevarse al prisionero?
—No lo sé. Pero sea quien sea, estaba al corriente de la operación secreta de Roma y fue capaz de introducir a su propio hombre sin despertar nuestras sospechas ni las de los asesinos.
—¿Tiene usted alguna idea de a quién benefició el atraco?
—Mi fuente me habló de un conglomerado, una especie de trust, pero desconocía los detalles.
—Por tanto, no sabemos qué esperar ni dónde buscar... Un segundo. No cuelgue.
Louise saltó de la cama y se dirigió al tocador. Sacó una radio de una funda, pulsó un botón y dio las siguientes órdenes.
—Quiero que un coche pase a recogerme en veinte minutos. Luego llamen a Villa Stanley y díganles que estén en alerta máxima. Que estén de servicio todos los hombres disponibles. Y avisen al capitán que estaré ahí en una hora. ¡Deprisa! —Volvió al teléfono—. ¿Curtis?
—Sigo aquí.
—Estaremos en contacto.

El capitán estaba inmóvil, con las manos en la repisa de la ventana y la cara en el borde del cristal. Miraba el jardín. El paso de la oscuridad al amanecer enmarcaba el paisaje circundante en todo su esplendor, con la luz sesgada de todo el hemisferio occidental extendiendo una película de azul lechoso por el terreno arenoso.
—¿Hasta qué punto exactamente debemos estar listos, capitán? —preguntó uno de los guardias.
—Todo lo que podamos —respondió el hombre con tono grave.
Más allá, en el otro extremo de la finca, la parte que daba a un barranco, se formaba otro grupo.
—Recordad, el gas lacrimógeno está en mi mando a distancia, y en el de Billy las bombas de tubo, que tienen un radio de acción de cinco metros.
—¿Preparados para la acción, chicos?
—Ir despacio es ir suave; ir suave es ir rápido.
—Vamos —dijo el coronel vestido con traje de campaña.

Villa Stanley se hallaba en unas colinas cubiertas de viñedos, a siete kilómetros al norte de Roma. En los lados sur, este y oeste, por el muro del recinto se colaban rayos invisibles de luz baja. El muro del lado norte, que rodeaba la enorme extensión de terreno, era más efectista que práctico: de una altura algo inferior a cuatro metros, estaba concebido para parecer mucho más alto desde abajo y sólo tenía acceso a través de un barranco lleno de zarzas. El primer comando se agachó, y su compañero colocó sobre sus hombros primero el pie izquierdo y luego el derecho. El comando se levantó en silencio y sin esfuerzo, y el segundo hombre agarró el borde del muro y se impulsó con suavidad hacia arriba, lanzando un brazo y después el otro para agarrar el borde opuesto. Los otros siguieron sus pasos. Trece hombres. La docena del fraile. Se desplegaron en abanico como sombras y desaparecieron rápidamente en la noche, fundiéndose con el campo. El hombre calvo con orejas como paletas de ping pong se deslizó por el muro exterior hasta el inclinado precipicio. Se arrastró unos diez metros y se puso en pie, escudriñando la oscuridad.
—Eco Lambda Uno a Base, cambio.
—Adelante, Eco Lambda Uno —fue la respuesta.
Una ramita rota. Salieron tres hombres hablando.
El comando se pegó al muro y aguardó a que pasaran. El viento soplaba con fuerza.
—Estoy dentro.
—Informa, Eco Lambda Uno.
El primer comando exploró el terreno con sus prismáticos infrarrojos térmicos T1G7. La gran extensión de césped, que iba desde la verja principal hasta el camino circular de entrada, a unos ochenta metros, estaba salpicada de cipreses plantados en hileras largas y ordenadas, lo que procuraba un importante rasgo escultórico a ese paisaje primigenio. El camino que conducía a la entrada delantera tenía a ambos lados dos pesadas cadenas suspendidas sobre unos gruesos pilotes de hierro. A cincuenta metros, a ambos lados del edificio principal, el terreno se suavizaba, y a la larga se nivelaba y se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Al final se disolvía en un ancho horizonte verde y ondulante, salpicado de olmos y pinares. A través de las ramas de los altos pinos, se apreciaban unas luces en la casa.
—Dos hombres en la entrada. Tres guardias con las manecillas marcando las dos, uno a las doce y otro a las nueve.
—¿Y en la casa?
—Cuatro en la primera planta, seis en la segunda.
—Shimada podría estar en cualquier parte.
—Lo encontraremos.
—Recibido.
Un sonido amortiguado sobre gravilla se acercaba. El pie de alguien tocaba y presionaba con cuidado la superficie, manteniendo el peso repartido equitativamente.
—Peligro cerca, a las dos, cuarenta metros —restalló la voz en el auricular.
—Activad el señuelo —ordenó el coronel.
El hombre se puso en cuclillas, cogió un par de piedras y se abrió paso hacia lo que, como sabía por los planos, era un sendero de grava que llevaba al camino de entrada circular. Los ángulos del recorrido a través de los árboles lo ocultaban a los hombres apostados en la casa.
—Veinte metros, dieciocho, diecisiete...
Lanzó la piedra en la dirección del viento. El guardia se volvió con el dedo en el gatillo, agachado, mostrando el pánico de la indecisión, y se acercó despacio hacia el origen del sonido.
—Doce metros con las manecillas marcando la una —murmuró la voz.
Tiró la piedra más pequeña, casi a los pies del guardia. Éste se dio la vuelta con creciente ansiedad. En ese preciso instante, el segundo comando se levantó. Agarró al otro por el cuello, ahogando todo sonido, y hundió su cuchillo Junglee de las Fuerzas Especiales en el pecho del guardia, que soltó un gañido mientras su cuerpo sin vida se desplomaba en el suelo. El segundo comando tiró de él para esconderlo.
—Equipo dos, adelante —dijo una voz metálica.
En el lado oeste de la finca, dos hombres salieron en el acto de la densa maleza que los amparaba, y empezaron a recorrer un amplio arco hacia el norte, que los condujo más allá de la entrada lateral y luego de nuevo hacia ésta, en una estrecha elevación. Uno de los dos comandos miró el reloj. Habían tardado cuarenta y ocho segundos en llegar a su sitio. Al cabo de dos minutos aparecieron los dos guardias, a unos setenta metros, caminando por el camino desde la verja. Arriba, los del equipo tres estaban uno al lado del otro, agachados bajo el muro, esperando la señal, concentrados en un punto acordado de antemano. Sus cuerpos habían sido adiestrados para moverse al instante. Habían elegido con cuidado su línea de observación, una costumbre del asesino de refuerzo. Los guardias estaban destinados a morir en el fuego cruzado.
—Diez segundos —dijo la voz—. Nueve, ocho, siete...
Los dos guardias se encontraban a menos de treinta metros, hablando tranquilamente, apenas a unos segundos de caer en una trampa mortal.
Los equipos dos y tres estaban listos.
—Seis, cinco, cuatro...
Un reflector barría el terreno a unos treinta metros a la derecha del equipo dos, entrecruzando las imágenes.
—Tres, dos... —siguió la voz en el auricular.
Los del equipo dos, colocados en la posición más elevada, levantaron las armas. El sonido despertó el instinto. Uno de los guardias irguió la cabeza.
—¡Uno, fuego!
La orden se oyó a la vez que las balas salían de unas armas de asalto de gran potencia con mira infrarroja, provistas de un cilindro perforado, es decir, un silenciador permanentemente asegurado. Tras haber apuntado con precisión, destrozaron el pecho, el cuello y el cráneo de las víctimas. El equipo dos bajó de la elevación al tiempo que el equipo tres surgía desde abajo.
—Bombas de tubo y gas lacrimógeno listos. Corto.
—Recibido, tres. Equipo cuatro, adelante.
Un escupitajo, y luego otro. Uno de los guardias del perímetro sur se desplomó como si le hubieran sacado la alfombra de debajo. Sombras. Uno, dos, tres. Una luz, un arma; no, un cuchillo. Hoja de acero, borde irregular. La mano que lo blandía era la de un experto. Los comandos opuestos chocaron en la cabeza del guardia: «Usa el arma... no, no. No hay tiempo. Coge el cuchillo.» «¿Es demasiado tarde? Gira en el sentido de las agujas del reloj. ¡Lejos de los árboles, hacia un claro!» Un ruido sordo, otro más. La sombra se esfumó. ¿Dónde? ¿Cómo? ¡Una locura! El guardia corrió hacia delante y a la izquierda, y tropezó con algo sólido. Dos cuerpos. Ahora lo entendía. Uno de los francotiradores lo estaba cubriendo. Que Dios lo amparara... Se dejó caer al suelo, escudriñando la maleza. Una sombra. Una mano. ¡Demasiado tarde! El guardia echó la cabeza atrás de una sacudida cuando el filo de la hoja le cortó la carne de la mejilla. El comando manejaba la hoja siguiendo un movimiento conciso, habilidoso, semicircular, protegiendo su cuerpo con la mano izquierda mientras la derecha se abalanzaba sobre la víctima empuñando el cuchillo. Justo cuando la hoja volvía a intentarlo en su cabeza, el guardia la emprendióa patadas con el pie derecho y alcanzó a su atacante en la rótula. Luego, instintivamente, cruzó las muñecas y cerró el paso al filo de acero. El comando se fue a la izquierda, liberando el cuchillo y cogiéndolo con la otra mano. Los dos hombres se miraron uno a otro por un instante. Acto seguido, el atacante, con los ojos encendidos, flexionó su enorme brazo derecho, y la hoja dentada salió disparada y dio en el mentón del guardia, aunque la erupción de sangre fue engañosa. El guardia hizo una mueca, respirando entre los dientes apretados, y se alejó del agresor unos metros, tambaleándose. La luz se reflejaba en el acero. ¡Un arma! El guardia se tiró al suelo y rodó mientras el atacante pateaba el arma en vano para alejarla, intentando pisarle la cabeza. El comando se lanzó hacia delante y dio un tajo al guardia en el antebrazo. Aún sobre una rodilla, el guardia bajó el brazo torciéndole la muñeca, estrellando su hombro en el cuerpo del asesino, haciendo que se girase de lado. Después le arrebató el cuchillo al tiempo que lanzaba el brazo con toda la fuerza de la que fue capaz. La larga y dentada hoja recorrió la corta distancia y perforó el cuello del comando. En el acto, la sangre le apelmazó el cabello rubio. El comando dio un grito ahogado, espiró de forma audible, se quedó flácido y cayó hacia atrás en la hierba.

El guardia, jadeando, buscó el botón de transmisión en su radio. Hizo un gesto de dolor y se limpió la sangre de la cara, obligándose a mantener la concentración.
—Ascolta! C’é un’emergenza...!
—¿Qué? —gritó su capitán.
—Tenemos compañía.
—Estamos listos. —Una sombra. ¿O era una premonición?
—Esperando su señal, coronel. —Una señal significaba la muerte.
El capitán se tiró al suelo una décima de segundo antes de que una explosión cuádruple hiciera añicos el cristal de la ventana de su oficina provisional.
—Activad las bombas de tubo en los sectores oeste y norte —fue la brusca respuesta.
El sonido se transformó en otro mientras bajaba la temperatura. La explosión fue ensordecedora. Hubo una erupción de llamas hacia el cielo de primera hora de la mañana. Un inmenso muro de fuego destruyó un depósito de combustible y mandó los restos al cosmos llameante.
—Equipo Alfa, mantened el fuego y la posición —gritó el capitán a las fuerzas de élite situadas en la segunda planta de Villa Stanley.
»¡Equipo dos! Si podemos empujarlos al sector oeste, los dispersaremos.
—¡Entrarán por la puerta principal! —respondió uno de sus agentes.
—¡Exacto! —replicó el capitán—. Equipo dos, ¿preparado?
—Voy con usted, capitán —chilló uno de los hombres de la unidad de élite que protegía a Shimada—. Dispone de pocos efectivos.
Segundos después, empezaron las explosiones desde atrás, primero en el sector norte de la Villa y luego en el oeste.
—La comunicación con el centro de refuerzos se ha cortado, señor —dijo uno de los hombres.
Otra explosión hizo estallar la piedra y la madera.
—Capitán, están utilizando...
Una nueva explosión, ahora mucho más cerca del edificio principal. El hombre dio con la cabeza en el hormigón y soltó un gemido.
—Pronto! —gritó el capitán a la radio—. Están utilizando misiles termodirigidos. Vosotros dos...
—¿Señor?
—Cubridme. Hay que sacarlos de ahí.
—Demasiado peligroso, capitán.
—¡Ellos son los que morirán! Cubridme, he dicho. Es una orden. Tres, dos, uno, ¡vamos! —gritó el capitán con su Uzi en bandolera mientras bajaba los peldaños de la escalera seguido de dos hombres fornidos con el pelo corto.
Una vez abajo, la gravilla estalló a su alrededor. Acto seguido, él zigzagueó como un loco hacia la protección de un Jeep. ¡Dolor! La onda expansiva lo atravesó como un rayo.
—¡El capitán está herido! ¡Yo lo cubro!
Éste se llevó la mano al hombro y bordeó la furgoneta con el arma disparando a los uniformes militares que tenía delante. Uno abatido, luego otro. Los accesos de dolor le contraían los músculos. Apretó el fuego automático. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, los proyectiles cortaban el aire..., y de repente nada. Las explosiones fueron reemplazadas por el escalofriante sonido de algo que se atascaba cuando la bala de la recámara no salía. ¡Se había quedado sin munición! El capitán echó mano de su pistola Beretta, con el brazo izquierdo flácido y sangrando, el derecho agarrando el arma, los dos centinelas a cada lado. Disparó sobre una figura que se movía deprisa a unos treinta metros. El estallido ensordecedor fue inútil. Otro estallido, y otro, el tercero y por fin el cuarto, mucho más fuerte y cercano que los otros tres.
—¡Están atacando el sector oeste, capitán! Debemos retirarnos.
—¡No! —chilló el capitán sobre el caos general—. ¡Éstos son nuestros! Están atrapados. Ahora tienen que pasar por la entrada principal. Es su única vía para entrar o salir.
Sucedió en ese momento. Se oyeron cuatro explosiones más, una tras otra, procedentes del lado norte del perímetro. El enorme muro de cuatro metros explotó con tal fuerza que tembló la tierra.
—Estamos atrapados, coronel. Debemos evacuar —dijo el comando bajito con un rugido áspero.
Un silencio.
—¿Coronel?
—Evacúa, Eco Lambda Uno. Se ha acabado.
Una descarga de arma automática surgió de las sombras justo detrás del sendero de grava y mató a uno de los francotiradores del tejado. Su cuerpo acribillado rodó y se desplomó más allá del campo visual. La herida en la cabeza era el certificado de defunción. De pronto, otra gran explosión destrozó la verja metálica principal, y acto seguido un Hammer atravesó los escombros y el humo negro en dirección al este de la finca. Había hombres corriendo hacia los vehículos. En cuestión de segundos, escaparían.
—¡Cortadles el paso! —gritó el capitán—. ¡Están huyendo!
Otra explosión destruyó un gran sector del muro, y el Hammer avanzó dando bandazos por el boquete abierto. Al cabo de un segundo ya no estaban. El capitán atravesó el agujero del muro y persiguió al vehículo en un vano intento de atraparlo. Tiró de la palanca selectiva y luego del gatillo para el fuego automático, vaciando el cargador con rabia.
—¡Capitán, capitán! —bramó uno de los guardias supervivientes.
—¿Qué?
—Ha venido a verle la alta comisionada de la ONU.

40

—Ley marcial —afirmó el director de la FEMA—. En las circunstancias actuales, es muy probable que el ejército se vea obligado a redefinir su papel de controlador del pueblo norteamericano, no sólo de protector.
—Es un escenario muy peligroso —reflexionó el general Joseph T. Jones II, el coordinador de más rango del Departamento de Seguridad Interior—. En un sistema de gobierno constitucional basado en el equilibrio de poderes, aparece un poder militar radicalmente nuevo que todavía no está equilibrado del todo.
—¿No estabas escuchando, Joe? —soltó, enojado, el director de la FEMA—. El panorama que describimos aquí es una emergencia nacional con el Código Alerta Roja.
—El Código Alerta Roja crearía las condiciones para la suspensión de las funciones habituales del gobierno civil —dijo Sorenson, el secretario de Estado—. Por no hablar de la suspensión de la Constitución de Estados Unidos. El gobierno no renunciará a estos derechos por capricho, Al.
—Creía que el objetivo era defender Estados Unidos contra todos los enemigos, tanto interiores como extranjeros.
—Al, si nos limitamos a la Alerta Roja... los organismos civiles del gobierno cesarán en sus funciones y serán sustituidos por una administración de emergencia. O sea, usted —aclaró Sorenson.
—La Constitución tiene suficientes salvaguardas para evitar cualquier abuso intencionado de poder, Brad.
—Si hablas de la ley Posse Comitatus de 1878, que en teoría impide a los militares intervenir en la política civil y las funciones judiciales, entonces sí, esta ley aún está vigente. Pero en la práctica, y gracias al anterior inquilino de la Casa Blanca, la legislación ya no sirve para impedir la militarización de las instituciones civiles. Ciertas disposiciones legales actuales permiten a los militares intervenir en actividades ligadas a la imposición del cumplimiento de la ley, aunque no haya una situación de emergencia. Una simple amenaza bastaría. Lo cual significa que podría implantarse la ley marcial incluso en el caso de una falsa alerta terrorista basada en información fabricada por los servicios de inteligencia. Esto supone una rendija legal lo bastante grande para que pase por ella un batallón de tanques.
—¡Debemos proteger el país y presentar batalla al enemigo! ¡Si Norteamérica está siendo atacada, no cabe la disensión!
—¡La función del gobierno democráticamente elegido no es declarar la guerra a la gente de Estados Unidos!
—Su función es mantener la ley y el orden, aunque esto requiera la promulgación de la ley marcial.
—Te refieres al Nuevo Orden Mundial, ¿no?
—Caballeros, ya he oído bastante. Estamos aquí para encontrar soluciones, no para defender ideologías individuales. Sin duda, Estados Unidos se halla en la crisis más grave de su historia. Bill, ¿cuál sería la implicación de los militares en una situación de emergencia de Alerta Roja? —El presidente se dirigía a William Staggs, el hombre que estaba al frente de la Oficina de Estado de Preparación Nacional.
—Esto sería COG, señor presidente, Continuidad del Gobierno, instalado el 11 de septiembre de 2001. Se formaría de inmediato un gobierno paralelo clasificado como Continuidad del Plan de Operaciones y coordinado por la FEMA, lo que originaría la reubicación de personal clave en emplazamientos secretos.
—¿Qué conlleva la Continuidad del Plan de Operaciones?
—Prepararse ante amenazas y agresiones al territorio de Estados Unidos, prevenirlas, desactivarlas, adelantarse, defenderse y responder a ellas. Y también a los peligros para la soberanía, la población y las infraestructuras del país, así como gestionar la crisis y sus consecuencias. En el caso del Código Alerta Roja, se declararía una emergencia nacional. Diversas funciones del gobierno civil serían transferidas al cuartel general de la FEMA, que ya cuenta con varias estructuras que le permiten supervisar las instituciones civiles.
—En otras palabras, en el caso de un Código Alerta Roja por amenaza terrorista..., la FEMA estaría al cargo del país —aclaró el presidente.
—Sin la previa aprobación del comandante en jefe —añadió Staggs.
—Es decir, usted, señor presidente —puntualizó el general Jones.
—Sólo que, para intervenir en los asuntos civiles del país, la FEMA no necesita una alerta máxima, un atentado terrorista o una situación de guerra —aclaró Sorenson—. Requiere un desencadenante, desde el desplome económico y la agitación social hasta cierres bancarios que se tradujeran en violencia contra instituciones financieras. ¿Larry?
—Señor presidente —dijo Larry Summers—, los últimos datos recibidos hace menos de media hora pronostican un empeoramiento económico que ocasionará la pérdida de hasta ochenta y un millones de puestos de trabajo a finales de año.
—¿Dónde? —preguntó el presidente, desconcertado.
—En Estados Unidos y Europa occidental.
El presidente se dejó caer en la silla.
—Según un inquietante documento confidencial que circula entre los congresistas de más rango, la NSA advierte de un futuro desastroso para Estados Unidos si el país no pone orden en su casa financiera. El informe recibe el nombre de C&R porque, al parecer, dice que si América no paga la deuda y los préstamos suscritos con China, Japón y Rusia, que están apuntalando financieramente al gobierno norteamericano, y los cancela de forma unilateral, puede encontrarse con una guerra de consecuencias catastróficas a nivel mundial. «Conflicto» es la palabra correspondiente a la «C». —Hizo una pausa y se sirvió una copa—. El otro escenario es que el gobierno federal se vea obligado a subir drásticamente los impuestos para saldar la deuda con los países extranjeros hasta el punto de que el pueblo norteamericano reaccione con una revolución popular contra el gobierno. La palabra correspondiente a la «R» es «Revolución».
—Para que esto no pase, señor presidente —terció el vicealmirante Hewitt—, estamos animando a gentes de todo el país para que construyan cuerpos de ciudadanos mediante la incorporación de programas nacionales ya existentes como los de la vigilancia de barrios, los equipos de respuesta comunitaria de emergencia, los voluntarios del servicio policial o el cuerpo de reserva médica.
—¡Santo Dios, Al! Estás creando un Estado de Seguridad Nacional y preparando el terreno para la militarización de instituciones civiles.
—¡Estamos creando las condiciones necesarias para mantener el país a salvo!
—Siempre que a la guerra se la llama paz, se alude a la persecución como seguridad, y el asesinato es liberación. La corrupción del lenguaje precede la corrupción de la vida y la dignidad. Al final, el estado, el régimen, la clase o las ideas permanecen intactos mientras la vida humana se hace añicos.
—Brad, creo que te has equivocado de profesión. Como predicador habrías ganado una fortuna.
—¡Vete a la mierda, Hewitt! Recuerda con quién estás hablando.
—El poder político es ante todo una ilusión, Brad. No te des tanto bombo.
—Salvo cuando uno es presidente de Estados Unidos. Una de las cosas más maravillosas de ser quien soy, es que no tengo por qué andarme con sutilezas. ¡Ya estoy harto de los dos!

Cruzaron el vestíbulo y saludaron al portero, que estaba sentado en su taburete tras un mostrador de madera, leyendo el periódico y relamiéndose con desgana. Su gravedad y los sonidos forzados de aprobación muda al leer algún tópico de moda escrito por un gacetillero bien pagado, interrumpidos al aclararse de vez en cuando la garganta, sugería a las claras timidez de los sentidos. El hombre se encogió de hombros al advertir que los intrusos eran viejos conocidos. Todo estaba tranquilo y mal.

Michael había estado antes allí. Dios santo... siempre que estaban separados la amaba a ella y a su recuerdo. Sin embargo, con independencia de lo hondo que hurgara en su interior, no conseguía hallar una pizca de alegría. Su idilio con Simone, por una especie de connivencia entre los dos protagonistas y su destino, siempre había seguido un patrón convenido de expectativas frustradas y sueños rotos. Ella empujó la puerta y Michael cruzó la línea divisoria, salvando en el acto la distancia entre el entonces y el ahora. Una ráfaga de viento tiró al suelo varias hojas de papel. Él se quedó un momento junto al etéreo cristal de la ventana, observando, y la tenue luz se derramó sobre ellos. Aunque había dejado de llover hacía horas, el suelo seguía mojado. Al notar que Simone lo miraba, se volvió con rapidez. Sólo vio algo alzada la sombreada comisura derecha de sus labios. Ella se acercó por detrás y deslizó la mano bajo la camisa de Michael, quien sintió un escalofrío, y después le recorrió todo el cuerpo una oleada instantánea de embeleso. Michael se inclinó y acarició con los labios la belleza oscura del cuello de Simone; la mordió con delicadeza y alzó la vista. Sus ojos miraban los de Michael, la ropa subía y bajaba al compás de sus jadeos, acentuando los firmes pechos, los pezones. Michael la inmovilizó contra el cristal y se acercó lentamente. Sujetándola por la cintura con la mano izquierda, deslizó la derecha bajo el top y, en cuanto notó la firmeza y la calidez seca de su desnudez, hirvió en su interior una increíble dicha. Simone soltó un grito, agarrando con sus manos el cuerpo de Michael. La euforia le tensaba las venas, y exhaló un suspiro de alivio al aferrarse con desespero. Michael se recostó en el sofá y cerró los ojos como en estado de trance. La desesperación del deseo... Con los sentimientos mezclados y una lujuria inexcusable, absorbió el contacto, tan ligero, tan mudo. El cabello rubio de Simone, liso como el de una bruja, colgaba largo y desmadejado sobre su blanco cuello con elegancia triangular. Tenía los labios rosados, de perfil perfecto, ligeramente separados; el sano y caliente rubor, la blancura sin brillo de su piel suave, la línea larga y nítida de la garganta, una caricia en acción, dilatadas las coralinas ventanas de la nariz, los ojos graves y apagados, los húmedos párpados convexos. Con el corazón palpitante, la atrajo hacia sí e inhaló el ardor de todo su cuerpo. Michael, con los latidos lamiéndole el pecho y una mano acariciando el cálido vello púbico, se inclinó hacia Simone, mientras ella se echaba hacia atrás con urgencia delirante. Le desabrochó el vestido de seda negra y tiró de ella, llevando las manos a sus pequeños pechos y sintiendo la sensación más dulce de su vida. ¡Dios todopoderoso! En los últimos tres años la había acariciado y poseído muchas veces. La sentó encima de él; el movimiento rítmico de los pequeños pechos cambiaba o se paraba del todo, el compacto trasero se hundía más y más en las arenas movedizas del mágico momento. Le bailaba el pelo rubio en la cara. El fino vestido de seda atado al cuello estaba tan abierto por la espalda que, cada vez que la ahuecaba (mientras se balanceaba mecánicamente), el pequeño cuerpo rodaba y se tensaba bajo su lazo de encaje. Él se pegó a su oreja caliente a través de los tupidos mechones de pelo. En sus brazos, la mujer se agitaba, zafándose por momentos. La aturdida mirada de Simone se fundió con el discreto regocijo de Michael. Él se estremeció de placer. Ella alcanzó sus calzoncillos. Michael cerró los ojos y evocó la imagen de Simone, una imagen de dicha tan segura y llena de vida como una llama tapada con la mano.

El largo haz de luz que entraba, sesgado, por la cristalera resplandecía en la vivienda de dos plantas, y mientras él se incorporaba en una concentración extasiada, se le enroscó la punta de la lengua en la comisura de la boca. Llegó una música lejana..., un saxo. Rapsodia rusa. La-do-mi-do-re-do-si-mi-re-la. Estaba a
punto de echarse a llorar... todo era bello, la vida, el amor, la promesa, el consuelo. ¡Qué sencillo! ¡Qué hermoso! ¡Qué maravilloso! La vida. La-do-mi-do-re-do-si-mi-re-la contra los inconsolables jadeos de dos personas enamoradas. Y entonces sucedió lo impensable. Sonó el móvil de Simone. El aparato emitía un ruido absurdo, palpitante; la cáscara redonda y oscura vibraba y se movía en la mesa como un escarabajo agitando torpemente sus patitas en el aire. Michael tuvo la tentación de aplastarlo con el tacón de su zapato y luego torturar con diligencia a la despachurrada víctima que aún se retorcía.
—No —susurró él, que tiró del lóbulo de Simone con sus dientes, y luego pronunció unas cuantas palabras inconexas.
Simone dijo:
—Pasa de la medianoche. Debe de ser importante.
—Ya volverán a llamar.
—¿Y si no lo hacen?
—¿Por qué no lo harían?
—¿Y por qué sí?
—Porque evidentemente quieren hablar contigo.
—Exacto. —Se apartó de él, despeinada y con la blusa desabrochada.
—¿Hola?
—¿Simone?
Se quedó paralizada. Era él, la seductora mezcla de lija frotando granito.
—¿Sí?
—Deberíamos conocernos. —Como una bocanada de humo, la voz levitó en el aire.
Simone miró a Michael.
—Es él —musitó.
Ella leyó sus labios.
—¿Cómo se pone el manos libres?
Simone se encogió de hombros consternada, mordiéndose el labio inferior.
—No lo sé.
Michael sacó enseguida su anticuado móvil. No servía. Lo arrojó, furioso, al sofá.
—¿Por qué me llama a estas horas tan intempestivas?
Hubo una pausa. Michael posó la mano en el hombro de Simone, asiéndolo con firmeza. ¿Qué quería preguntar ella? ¡No se acordaba! «¿Por qué no lo recuerdo? Dios mío, Curtis, ¡dime qué debo decir! ¡Sóplamelo!» Poco a poco se fueron perfilando las imágenes.
—¿Cómo conoció a mi hermano Danny? —Los ojos de Simone suplicaban, pero su voz sonaba controlada.
—Él vino a verme.
Aquello era una contradicción.
—Si está usted donde dice que está, ¿cómo puede llamarme?
—No soy del todo inútil, ya sabe. Este número es imposible de localizar.
—¿Por qué está en la cárcel?
—Participé en el desarrollo y la modificación de software para PROMIS.
—Danny estaba investigando a PROMIS, pero cuando le pregunté sobre eso pareció aturdido, y me dijo que no era nada. —Brotaron imágenes ante sus ojos. Unos sonidos discordantes le agredían los oídos. «Danny, en sueños repetías una y otra vez la palabra “promesa”. ¿Qué quiere decir?» «Oh, no es nada, hermanita. Nada.» «Háblame de este “nada”.» «Sólo..., oh, en realidad no es nada, Simone.»
—¿Qué es PROMIS?
—Es un software informático. Debería entender lo que hay detrás. Yo llevé a cabo la modificación en la reserva Cabezón de la cuenca del Pinto.
—¿En una reserva india? —repitió ella de forma maquinal.
—Es muy complicado —dijo una voz monótona en el otro extremo de la línea.
—¿Por qué hay unas instalaciones del gobierno en una reserva india?
—Son naciones soberanas que no dependen de la jurisdicción federal.
—No le sigo.
—Valiéndose de los tratados entre el gobierno de Estados Unidos y los pueblos indios norteamericanos, que reconocen las reservas como naciones soberanas, la CIA ha eludido desde hace tiempo las prohibiciones legales de actuar dentro del país. Los nativos han recibido considerables recompensas económicas, y la seguridad adicional ofrecida por la policía tribal en áreas remotas ha sido una bendición del cielo para los agentes encubiertos.
—¿Podemos volver sobre PROMIS?
—No tenía que haber dicho nada. Es demasiado peligroso. —Chasqueó la lengua.
—Mi hermano está muerto, y yo no pararé hasta encontrar a los responsables.
La lija frotando granito soltó un suspiro.
—PROMIS es un programa especial. Uno de sus puntos fuertes es la banca y la gestión de dinero. Yo estaba verificando la funcionalidad del sistema cuando encontré cuentas bancarias secretas que contenían un montón de pasta. —Calló un momento—. PROMIS puede hacer esto, ya lo ve.
—¿Era dinero del gobierno?
—No exactamente. Digamos que eran cuentas conjuntas del gobierno y un grupo internacional.
—¿Y?
—Las cuentas estaban marcadas con bandera.
—¿Bandera? No comprendo... —El otro volvió a suspirar.
—Es como una advertencia. Cada vez que el ordenador recibe una visita, el organismo emisor es notificado sobre quién hizo la petición y de dónde procede. Hay diferentes sistemas capaces de hacer esto. Uno es FOIMS (Gestión de Información de Sucursales); también NCIC y NADDIS. Pueden localizar cualquier cosa.
—¿Por qué estaban marcadas?
—Se trataba de cuentas secretas. Quien las abrió no quería que ese dinero fuera descubierto.
—¿Es lo que ustedes llaman cuentas inactivas? —preguntó Simone, recordando la conversación con Cristian.
—No estaban inactivas, pues el dinero se estaba utilizando para alterar mercados financieros, lograr el control de empresas o derrocar gobiernos.
—¿Qué hizo con él?
—Lo escondí.
—¿Por qué?
—Para protegerme. Lo escondí todo. Por eso me tendieron una trampa con el fin de incriminarme.
—¡Le tendieron una trampa! —Simone asintió como hacen las personas cuando repiten palabras que las han dejado atónitas—. ¿Por qué lo hicieron?
—Porque lo que descubrí desafiaba la imaginación.
—¿De cuánto dinero estamos hablando?
—De muchísimo. Más del que usted pueda llegar a figurarse.
—En las notas de Danny encontré una referencia a algo llamado CTP. ¿Le suena?
Hubo una pausa.
—No lo había oído nunca.
—Esta operación CTP suponía la creación de dinero para fines dudosos por parte de un gran número de organismos de Estados Unidos. Creo que la CIA estaba implicada. —Simone esperó.
—Es lo más probable.
—¿Es usted de la CIA? ¿Lo repudiaron porque era demasiado, incluso para ellos?
—¿Es esto lo que le han dicho? ¿Que me repudiaron? —La respuesta del hombre contenía una buena dosis de ira.
—No con estas palabras, pero es más o menos lo que oí. —Simone se esforzó por recordar la expresión exacta.
—¿Y usted les cree? —la interrumpió la voz.
—No tengo ni idea de quiénes son ninguno de ustedes.
La voz guardó silencio. En la quietud, Simone alcanzaba a oír la respiración lenta y pausada del hombre en el otro extremo de la línea.
—No sé nada al respecto. Tan sólo soy un especialista informático. No todos los que trabajan para la CIA llevan un arma y matan gente.
Ahora le tocaba a Simone guardar silencio. En las palabras de él había mucha verdad.
—Lo siento, no era mi intención.
—No pasa nada. En todo caso, usted debe hacer preguntas. ¿Cómo, si no, va a averiguar cosas?
—Dice que le tendieron una trampa. ¿Cómo?
—Con drogas. Asaltaron mi casa con una orden judicial falsa y al parecer hallaron metanfetaminas. Sólo que esas metanfetaminas son las mismas que la Agencia ha estado distribuyendo en Latinoamérica. Fue una maquinación. Una cabeza de turco declaró contra mí en el juicio.
—¿Quién?
—Un camello de medio pelo en libertad condicional. Si no testificaba, le quitarían la condicional y lo mandarían de nuevo a la cárcel.
—¿Su abogado no le interrogó en el estrado?
—Ése era el plan.
—¿Y?
—Encontraron al testigo flotando en el río, con una bala en el ojo izquierdo. La policía acusó a una banda rival. Caso cerrado.
—¿Cuándo tiene que comparecer otra vez ante el tribunal?
—Pronto, pero da igual. Quieren tenerme encerrado hasta que les devuelva el dinero. Entretanto, en la prensa están llevando a cabo una campaña difamatoria en toda regla. Hace poco, en un reportaje de la CNN aparecieron en la reserva de Cabezón unos exteriores que consistían en una extensión de tierra desnuda, cielo azul, arena y artemisa. De pronto el comentarista dijo: «Aquí, en la reserva india, es donde Paulo Ignatius Scaroni afirma haber modificado el software de PROMIS.» No enseñaron el complejo de la oficina tribal, ni la zona industrial, ni los laboratorios farmacéuticos. Sólo un terreno pelado, ¡como si yo tuviera mi ordenador en un tipi en mitad del desierto!
—O sea que éste es su nombre. Paulo Ignatius Scaroni. —A Simone le brillaron los ojos. Se inclinó hacia Michael.
—Sí —dijo la seductora mezcla de lija frotando granito con una pizca de miel. Se quedó callado un momento—. Por eso la llamé la otra noche.
A Simone el corazón le dio un brinco. Por un instante sintió una fuerte sacudida de miedo.
—¿Sí?
—Sé que está buscando a los asesinos de su hermano. Puedo ayudarla a encontrarlos si usted me ayuda a salir de la cárcel.
—¡Usted sabe quiénes mataron a mi hermano! —Simone cerró los ojos un instante.
—No exactamente. Pero sí sé dónde buscarlos y cómo hacerlos salir a la luz.¿Trato hecho?
Simone tenía la cara paralizada de asombro, el dolor del recuerdo en los ojos.
—¿Cómo puedo ayudarlo a salir de prisión?
—Tengo que demostrar que trabajaba para el gobierno. Si lo consigo, podré probar que la acusación de tenencia de drogas fue un montaje.
—¿Puede probarlo?
—Con su ayuda, sí.
—¿Cómo?
—Fuera tengo mucho material comprometedor. Lo guardé para cuando la situación se complicara. Bueno, ahora está cayendo una buena, un chaparrón, diría yo. Está bien escondido. Pero no puedo llegar a él. Necesito que alguien de fuera sea mis ojos y mis oídos.
—Tengo que pensarlo —subrayó Simone, que buscó el brazo de Michael y tiró de él.
—Si no puede ayudarme, perderemos los dos, y para ellos serán todas las bazas. —Durante unos instantes, Simone se quedó en silencio, los ojos empañados por el velo de las lágrimas, las manos temblando, el temblor extendiéndose a la cabeza.
—¿Está usted en peligro? —preguntó ella con calma. Michael la ayudaba a mantenerse firme, con la mano derecha en el hombro y la izquierda sosteniéndole la mano.
—No pueden tocarme hasta que recuperen el dinero. También tengo discos, material realmente delicado que revela toda la operación de la A a la Z.
—¿Pueden sonsacárselo de algún modo?
—No lo harán. Y lo saben. Es una larga historia.
—¿Cómo pueden incriminarlo así, sin más?
—Se hace continuamente.
—Habrá en el gobierno alguien en quien pueda confiar.
—Ni en broma.
—Paulo, si usted tiene todas las pruebas... ¿por qué no da toda esta información al gobierno?
—Mire los papeles y la gente implicada y verá que todos los caminos conducen al gobierno. ¿La copia de PROMIS con la que trabajé yo? Era del Departamento de Justicia. Me llegó ilegalmente por medio de un infiltrado.
—¿Lo robó? —exclamó ella con voz entrecortada.
—Como le he dicho, se hace continuamente.
—¿Cuál es la relación entre el Departamento de Justicia y PROMIS?
—Son las mismas personas. La mayoría de los organismos gubernamentales del país están involucrados. El común denominador es el dinero desaparecido. Sin él, están todos jodidos. Compruebe las notas de Danny. Sé que él se hacía preguntas al respecto. Tiene que estar ahí.
—¿Se hacía preguntas sobre quién?
—No lo sé. Se me ha acabado el tiempo. Debo irme. Recuerde, yo la ayudaré a usted si usted me ayuda a mí. Volveré a llamarla.
—¿Cuándo?
Se cortó la comunicación.
Michael se dirigió al sofá donde había dejado caer su anticuado teléfono con grandes botones verdes y marcó el número de Curtis. No hubo respuesta. Sacó un papelito de la cartera, verificó el número y mandó un mensaje de texto.
—Si Cristian está despierto, nos devolverá la llamada.

El teléfono sonó al instante. Al cabo de cinco minutos, Michael y Simone cruzaban el vestíbulo en dirección a la salida, no sin antes saludar al portero, que seguía sentado en su taburete leyendo el periódico y relamiéndose con desgana.

41

Era pasada la medianoche cuando el agotado vicepresidente del Banco Mundial salió de su oficina del 1818 de la Calle H, en Washington, paró un taxi para el corto trayecto al aeropuerto, subió a bordo de un jet privado a disposición de todos los altos ejecutivos del Banco, y menos de una hora después aterrizaba en el aeropuerto de La Guardia de Nueva York. Diez minutos más tarde, Cristian abandonaba un aparcamiento para ejecutivos en el extremo este de la terminal nacional uno, reservado para funcionarios gubernamentales y élites empresariales, metió la quinta en su Bentley y pasó el cruce a toda velocidad justo cuando se ponía el semáforo en rojo. Calificar ese día de brutal sería quedarse corto. Alguien del Banco Mundial había filtrado un borrador de documento preliminar conjunto del Banco y CitiGroup, auspiciado por la Casa Blanca a través de un columnista financiero del New York Times. El gobierno presionó al director del periódico para que entendiera que, en ese caso, renunciar a la confidencialidad de la fuente periodística interesaba a todos. El columnista financiero, bajo amenaza de despido fulminante, les había dado el nombre de Mike O’Donnell, irlandés afable y miembro destacado de la plantilla de Cristian. Esto colocaba a Cristian inmediatamente bajo sospecha como el hombre que estaba tras la filtración, razón por la cual el presidente de Estados Unidos no le había hecho la llamada telefónica prevista. Además, no había forma de encontrar a O’Donnell. Tenía un almuerzo de trabajo con un ejecutivo de Goldman Sachs, pero se lo había saltado sin dar explicaciones, y una entrevista a las seis y media de la tarde que había cancelado enviando un breve mensaje de texto en el que decía que se había demorado. No dejó un número de teléfono, ni siquiera uno de emergencia, en el que pudieran localizarle. Por lo que Cristian sabía de O’Donnell, esa omisión era insólita, sobre todo en un momento de desintegración de los mercados financieros y de apremiantes problemas económicos para el recién elegido presidente. Había demasiadas personas que pudieran precisar su consejo, su aprobación, su firma o información de alguna clase.

Como principal ayudante de Belucci, pocos conocían el funcionamiento interno del Banco Mundial mejor que O’Donnell. No era lógico que cortara este vínculo a menos que se viera presionado a hacerlo por alguien a espaldas de Cristian o por voluntad propia. Lo que también resultaba extraño era que la noche anterior había limpiado su mesa, llevándose todos los efectos personales, como si previera la crisis y la traición. ¿Le habían pasado información? ¿Quién? ¿Por qué? Las sospechas recaían de nuevo sobre Cristian. Si O’Donnell era la fuente de la filtración, el vicepresidente ejecutivo del Banco Mundial querría, por razones obvias, que el culpable estuviera a salvo y lo más lejos posible. Cristian pulsó el botón y llevó el dial a 107.0 KFPQ, cadena de noticias.

—A finales del año pasado, los consumidores cerraron de golpe sus billeteros, y los fabricantes norteamericanos estaban tan poco preparados, que no pudieron detener sus cadenas de montaje lo bastante deprisa. Por eso estamos viendo tantos despidos. ¡Sólo la semana pasada se anunciaron otros quinientos mil! Apuntemos esta cifra. La semana pasada medio millón de personas se quedaron sin empleo.
—Mike, antes de hablar de acontecimientos venideros, creo que debemos echar un vistazo al asombroso drama que se está representando en el escenario. La actuación improvisada, no ensayada, sin precedentes, de los protagonistas de primera línea en Washington. La economía está hundiéndose deprisa, se les escapa de las manos.
—Así es, Martin. Y todo el mundo está furioso ante los setecientos mil millones de dólares de despilfarro del TARP (el Programa de Rescate de Activos con Problemas). El ex secretario del Tesoro dijo al Congreso: «Si no actuamos de forma rápida y radical, nos estallará un desastre en las manos, el peor colapso de Wall Street que nadie haya experimentado jamás.» Ahora, la nueva administración reclama al Congreso: «Si no actuamos de forma rápida y radical, nos estallará un desastre en las manos, el peor colapso de Wall Street que nadie haya experimentado jamás.»
»¡Así habla el nuevo presidente, Martin!
—El dinero del TARP, Mike, ha sido succionado en un agujero negro financiero. En los próximos sesenta días, se quedarán horrorizados por lo rápido que golpea..., y más adelante van a horrorizarse de nuevo al ver lo prolongada que puede ser la crisis del empleo.

Con ademán sombrío, Cristian cambió de emisora. Pero las noticias no eran mejores.

—Muy bien, Larry, allá vamos con nuestro segundo parte. Una interminable reacción en cadena de quiebras.
—Hasta hace poco, Katie, parecía que el impacto era mayor en la propiedad inmobiliaria y las actividades financieras afines. Ahora está propagándose... a minoristas, grupos mediáticos e incluso de telecomunicaciones. Ésta es la primera lista. La segunda es la de las empresas no financieras que, a nuestro juicio, están condenadas a la quiebra a finales de año. Sea como fuere, sufrirán unas pérdidas increíbles de puestos de trabajo cuando no desaparezcan directamente.
—¿Tienes alguna otra previsión financiera, Larry?
—Uf... Una fuerte, Katie. Bien, una previsión final y global: éste será el año de la Gran Dustbowl Financiera [Nota: El fenómeno de los años 1930 conocido como Dust Bowl (literalmente "Cuenca de Polvo") fue uno de los peores desastres ecológicos del siglo XX. La sequía afectó a las llanuras y praderas que se extienden desde el Golfo de México hasta Canadá al menos entre 1932 y 1939. ]. Cuando los futuros historiadores escriban el capítulo correspondiente a este año, pondrán que fue el año en que Norteamérica padeció una hambruna de dinero de proporciones épicas. Si vamos sumando, todo se reduce a una disminución de los ingresos..., millones de cheques llevados por el viento, rentas por intereses reducidas prácticamente a cero, dividendos retrasados, rebajados o cancelados, minusvalías de las acciones, el patrimonio nacional esfumado. Para muchos norteamericanos, el panorama es alarmante: las facturas se amontonan; se pierden las casas, los coches..., todo aquello logrado tras una vida de trabajo: una ola gigantesca de bancarrotas personales.
—No nos queda mucho tiempo, Larry. Así que déjame traer esta historia al presente...

Cristian movió el dial en sentido contrario a las agujas del reloj, hasta 97.5 Marketwatch.

—Jonathan, es inminente una fuerte presión sobre el dólar, y desde el momento en que empiece estaremos viviendo en un mundo nuevo implacable y despiadado. Ayer, el Boston Herald informaba de unas sorprendentes declaraciones de Stephen Roach, principal economista del importantísimo banco de inversiones Morgan Stanley.
»La semana pasada, Roach se reunió en el centro con grupos seleccionados de gestores de fondos, incluido uno de Fidelity. Su predicción: Norteamérica no tiene más que un diez por ciento de posibilidades de evitar el Armagedón económico. La prensa no pudo asistir a las reuniones. Sin embargo, el Boston Herald se hizo con una copia de la exposición de Roach. Una fuente atónita que había estado presente en uno de los actos dijo: “Me sorprendió lo extremista que fue; mucho más, a mi entender, que en público.”

Cristian frunció el ceño y cambió a una emisora de AM. Por desgracia, las noticias sólo empeoraron.

—Senador Inhofe, alguien de D.C. estaba pasándoles una buena historia antes del rescate, la historia de que si ustedes no hacían eso, iban a ver algo de las proporciones de una depresión, en la que había gente hablando de instituir la ley marcial, agitación civil..., ¿quién les pasó este material?
—Antes tuvimos una teleconferencia, el viernes, hace una semana y media. En esta teleconferencia, y supongo que no tengo por qué callarme lo que dijo, pintó el cuadro que acaba usted de describir: «Esto es lo más grave que se nos ha planteado jamás.»

Cristian apagó la radio y se quedó absorto en sus pensamientos. El CTP era real, desde luego. Una parte del dinero del fondo común, billones de dólares, creado mediante programas comerciales paralelos, estaba siendo utilizado activamente para salvar muchos de los principales bancos del mundo que afrontaban una crisis de insolvencia. Por eso se puso en marcha el CTP. No obstante, la crisis se agravaba por momentos, con el gobierno balbuceando en el mejor de los casos, y paralizado en el peor, incapaz de enderezar la situación. ¿Por qué pidió el gobierno al Banco Mundial cien mil millones de dólares si tenía acceso a billones a través de los programas? A menos, claro está, que no tuviera realmente acceso a ese dinero. Así pues, ¿qué pasó? Cristian reparó en que, si el dinero no estaba, toda la economía mundial se hallaba conectada a la máquina de respiración asistida, con meses, como mucho, de vida. Lo recorrió un escalofrío. Tenía tal confusión mental que tuvo que cerrar los ojos un momento para encontrarle un sentido a todo. «¿Dónde está el dinero?»

El Bentley de Cristian giró a la izquierda y subió sin esfuerzo por una rampa empinada mientras se abrían en silencio las puertas del garaje. En menos de treinta segundos había aparcado el coche y cerrado la portezuela. Miró la hora.
—Las dos menos cinco —dijo alguien a Cristian en un susurro.
Cristian se volvió de golpe. Salió una sombra de detrás de la columna. Sostenía en las manos un objeto alargado. Alarmado, Cristian miró la sombra y luego el objeto. Comprendió al instante de qué se trataba.
—No lo haga, por favor. Si quiere dinero, se lo daré. Puedo pagar. —Dio un paso vacilante, y otro. El fervor unido a la desesperación en sus ojos muy abiertos, ansiosos.
—Ya estoy bien pagado, pero gracias por su amable oferta.
Fueron dos tiros seguidos. Cristian notó un calor abrasador al caer de espaldas. La mano izquierda aún sujetaba el maletín, la derecha, el estómago. Oyó pasos, lentos y pausados. Ahora tenía la sombra encima.
—Por lo visto, he fallado. —La sombra se detuvo, examinando desde arriba a su víctima caída —. No estoy acostumbrado a disparar sobre personas que están de mala racha. —Soltó una risotada. Pésimo intento de ser gracioso—. En todo caso, los ácidos del estómago se filtrarán hasta la cavidad torácica y lo envenenarán por dentro antes de que llegue la ambulancia. —Se secó la frente con el dorso de la mano enguantada y se agachó junto a Cristian, apoyado en los codos. Una luz se deslizaba en sus gemelos de plata. La sombra estaba tan cerca de la cara de Cristian, que éste podía olerle el peppermint.
—¿Le gusta la poesía, señor Belucci? —La sombra se quitó una pelusa de la manga—. La vida es un gozo trémulo, un regalo que nos es concedido. Desgraciadamente, cuando le damos el valor que tiene suele ser demasiado tarde. —Abrió la puerta del conductor, se inclinó y se miró en el retrovisor—. Éste es mi regalo de despedida para usted:

La otra forma,
si es forma lo que forma no tenía
de miembros y junturas distinguibles,
o sustancia ha de llamarse lo que forma parecía;
pues parecía una y otra.

»Milton. El paraíso perdido. La muerte nos guía con delicadeza, señor Belucci.
El asesino examinó el cilindro, la fea prolongación perforada de un cañón que garantizaba la reducción del nivel de decibelios de un disparo al de un escupitajo. Sopló una ráfaga de viento. Pero Cristian ya no oía. Veía las cosas a través de una bruma, y al hallarse en un estado próximo a la muerte, sin darse aún plenamente cuenta del final, ahora se veía a sí mismo envuelto en llamas, fundiéndose con la nube paradisíaca hasta desaparecer en un maravilloso desfiladero del cielo.
—D’accord, mon ami. Au revoir, monsieur.

Simone estaba sentada a la mesa del servicio de habitaciones del salón de Cristian, leyendo una de las revistas de viajes. Imposible concentrarse. Miró el reloj. «¿Por qué tardará tanto?» Dejó la revista y se sirvió otra taza de té, echando continuos vistazos a la puerta. De repente, el teléfono de Michael emitió dos pitidos agudos, provocando una tensión en la garganta de Simone. Michael alcanzó el aparato; era un mensaje de Cristian. En la pantallita, las cuatro frases en verde más siniestras que había visto jamás. «Han disparado a Cristian. Se encuentra en el garaje. No hay modo de saber si su estado es grave.»

El trayecto al vestíbulo fue a la vez interminable e insoportable. Se abrieron las puertas del ascensor y los dos salieron con cautela.
—Cristian... —susurraron ambos al unísono.
—Aquí. —La voz se oía apenas.
—¡Oh, Dios mío! ¿Qué ha pasado?
—No hay tiempo de explicarlo. —Estaba apoyado en la rueda delantera, la puerta del conductor entreabierta, el móvil en la mano izquierda. Se incorporó con dificultad, la cabeza le dio breves y leves sacudidas—. Llamad a una ambulancia, deprisa —dijo aún entre susurros, sin casi mover los labios. Michael marcó el número.
—No... Aquí hay poca cobertura. Arriba. —Retiró la mano derecha y dejó caer su peso en el regazo. Michael subió corriendo las escaleras y regresó enseguida.
—La ambulancia llegará en cinco minutos.
No habían pasado doce minutos cuando Cristian era introducido en la ambulancia del Servicio Médico de Emergencias por dos enfermeros. Simone y Michael subieron con él.
Sonó el teléfono.
—Michael, soy yo. Perdona que te llame tan tarde. ¿Estabas dormido? ¿Qué ha pasado? ¿Habéis conseguido algo?
—No —respondió secamente el historiador de arcanos—. Han disparado a Cristian.
—¿Qué?
—Lo que has oído.
—¿Cómo?
—En el garaje. La policía está intentando atar cabos. Nosotros vamos camino del hospital.
—¿De ahí la sirena?
—Sí.
—¿Cómo ha sido?
—Está claro que alguien conocía su horario y lo estaba esperando.

«El Bank Schaffhausen. No era nuestra operación. Si está sugiriendo que tiene otro comprador, entonces alguien nuevo se ha incorporado a la subasta. Tres es multitud, y usted está jugando una partida que no puede ganar», recordó Curtis.
—Michael, esto es cada vez más peligroso. Si alguno de vosotros aún tenía dudas, Reed estaba en lo cierto. Hay alguien más, otro jugador, más importante y temible que Octopus, porque se ha infiltrado en nuestras líneas y en las de ellos.
—¿Lo puedes repetir?
—Le ha disparado la misma gente que invirtió el sentido de la trampa en Roma.
—No te sigo, Curtis. ¿Qué me estás diciendo?
—El éxito de una trampa reside básicamente en la sencillez y la rapidez. Cristian ha sido tiroteado por los mismos que introdujeron a su propio hombre en Roma. Te dije que eran tres asesinos, ¿recuerdas? Dos eran de la Camorra. El otro era mi apoyo.
—¡Tu apoyo!
—Pero yo entonces no lo sabía. Era por si los dos mafiosos me mataban. El asesino de la galería había sido infiltrado por la misma gente que ha disparado a Cristian. Si yo hubiera muerto, su cometido era eliminar a los de la Camorra.
—Pero tú lo eliminaste.
—Cortando así su conexión con quien estuviera detrás.
—¿Por qué la pantomima?
—El japo. Era su póliza de seguros. El tipo no estaba allí para matarlo, sino para ayudarlo a escapar.
—Muy bien. Soy corto de entendederas —dijo Michael con voz apagada.
—Es una vieja historia. Michael. Old Boy’s Club. Segunda Guerra Mundial, Corea, Japón, Lila Dorada.

42

El presidente, con aire pensativo, se puso en pie y se dirigió a los presentes.
—Damas y caballeros, les pedí que asistieran a esta reunión porque, como presidente de Estados Unidos, tengo la responsabilidad moral y la obligación constitucional de estar al frente de este gran país forjado gracias a intrépidos pioneros y gigantes intelectuales —dijo con voz vacilante y resuelta a la vez—. Si pensamos en la seguridad mundial, la crisis financiera tiene prioridad máxima y conlleva un riesgo mayor que las guerras de Iraq y Afganistán.
»El alcance de la crisis, tal como estamos viendo, nos resulta incomprensible. El ritmo al que están deteriorándose los escenarios global y nacional es equiparable al ritmo al que los partidos políticos están adoptando posturas insostenibles y moralmente dudosas que acarrean la necesidad de garantizar el fracaso del otro bando. —El presidente frunció el entrecejo y miró al director de la FEMA y a su secretario de Estado—. Al, Brad, también está clarísimo que toda propuesta de abordar los problemas económicos no sólo va a ser algo desesperado y precipitado, sino que va a parecerlo. Esta mierda es contagiosa. Hemos pasado el puerto Caída en Barrena, el puerto Mentiras, el puerto Gilipolleces, y estamos subiendo al puerto Final. Nuestra impotencia para afrontar un conjunto totalmente nuevo de problemas gravísimos corre el riesgo de ser vista como lo que es: una barra de labios para un cadáver.

El presidente había hablado con una claridad aterradora. En el otro extremo de la mesa, Paul Volcker estaba completamente inmóvil. Tenía los muslos separados de tal modo que la base redondeada de su estómago descansaba en el borde del asiento. No se movió nadie. El presidente se aclaró la garganta, impulsado a hacer ruido por el silencio descaradamente sincero de la sala. Luego continuó.
—Estamos en el Titanic, con una premonición clara como el agua sobre lo que está a punto de pasar. No tiene nada que ver con cambiar de sitio las tumbonas o pedir más o pintarlas de otro color, llamarlas con otro nombre o enseñarlas al público. La gente no lo aceptaría. Para superar esto, necesitamos que nuestra nación, nuestra gente, esté unida.
Volcker negó con la cabeza. Ahora le tocaba a él.
—Señor presidente, para que la gente esté de nuestro lado, tendremos que ser claros con respecto a ciertas indiscreciones gubernamentales justificadoras de excesos en el pasado. Es la única manera de hacerlo. —Hizo una pausa. El presidente permaneció callado. Volcker retomó la palabra —: ¿Está de acuerdo en que saquemos a la luz los chanchullos financieros que tenemos guardados en el sótano federal para que la gente se ponga de nuestra parte?
—Si es necesario, sí.
—Señor, sin duda nos encontraremos con una oposición tan tremenda por parte de personas muy atrincheradas en el propio sistema, que quizá la presidencia no baste para que cedan, no digamos ya para que cambien de opinión. La gente que controla el dinero no permitirá que se desvanezca ese control al tiempo que desaparece todo a su alrededor. —Hizo una pausa, reflexionando sobre la gravedad de lo que estaba diciendo—. El dinero establece sus propias reglas, señor. Ésta es la regla número uno del poder absoluto.
—No sea ridículo, Paul —dijo el presidente, inclinándose hacia delante y mirando fijamente a Volcker—. El poder absoluto, el Nuevo Orden Mundial, las sociedades secretas e incluso Blancanieves y los siete enanitos no son cosas monolíticas. No hay un grupo de tipos ricos que se reúnan en una habitación para discutir sobre el futuro del planeta.
—¡Los americanos están hartos de oír que todos les han mentido y engañado! —replicó el nuevo jefe de la Junta de Asesores para la Recuperación Económica—. Se muestran indignados y desafiantes. Y ahora queremos desenterrar miles de cadáveres y secretos vergonzosos para dar titulares. ¿Es que queremos propiciar una revolución?
—Señor presidente, creo que Paul tiene razón —terció Summers con tono sombrío—. El Partido Demócrata y el Partido Republicano prefieren paralizar el gobierno para salvar su matrimonio de conveniencia con el fin de proteger a su padre: el sistema monetario global, antes que ponerse en evidencia como lo que son.
—La cosa no puede empeorar más —replicó el presidente—. Y ahora está claro para el resto de los países que, para sobrevivir, hay que acabar con este sistema, es decir, nosotros, sobre todo el dólar como divisa mundial de reserva.
—¿Quién se atreverá? —dijo Hewitt.
—Al, somos el país más poderoso del mundo, pero no somos más poderosos que el mundo. — Se levantó—. Nuestra prioridad inmediata debe ser el dinero perdido. Encuéntrenlo. Me da igual con quién diablos cierran un trato, pero encuentren ese dinero. Larry, ¿cuánto tiempo tenemos?
—Un mes, a lo sumo dos, señor presidente —contestó el director del Consejo Económico Nacional—. Veremos qué viene después. El sistema está roto por razones que van más allá de la corrupción. Y no podrá ser arreglado cuando una guerra mundial y un desmoronamiento económico sin precedentes estén derribando todos los muros entre la humanidad y lo inimaginable.
—Dios mío... —El presidente se tapó la cara con las manos y se quedó inmóvil unos segundos —. Y entonces ¿qué?
Kirsten Rommer, destacada historiadora económica y presidenta del Consejo de Asesores Económicos, se puso en pie.
—¿La primera fase? El fracaso sistémico que paralizará nuestra economía. El país se para en seco con un chirrido. Nada de prestaciones sociales, impuestos estatales o subsidios de desempleo. Se acabaron la seguridad social, la asistencia sanitaria, el apoyo a la infancia, los vales de alimentos para los pobres o el dinero para pagar a los tres millones y medio de funcionarios. —Hizo una pausa —. El panorama que preveo es que, en cuestión de días, el pánico disparará los precios de forma considerable. Y como la oferta ya no podrá satisfacer la demanda, el mercado se paralizará a unos precios demasiado elevados para los engranajes del comercio e incluso para la vida cotidiana. Ya no llegarán camiones a los supermercados. El acaparamiento y la incertidumbre provocarán cortes de luz, violencia y caos. La policía y el ejército serán capaces de mantener el orden sólo en la primera fase.
»El daño derivado de varios días de escasez y cortes de luz pronto causará perjuicios permanentes, que se iniciarán cuando las empresas y los consumidores no paguen sus facturas y dejen de trabajar. Ésta será la segunda fase. —La respiración débil y sostenida del presidente era para Rommer la confirmación de que el comandante en jefe había captado la gravedad de la situación—.Después de que nuestro país se vea afectado por una depresión casi instantánea, y de que naciones de todo el mundo se vengan abajo, y de que la gente haya hecho intentos desesperados por alimentarse, calentarse y conseguir agua potable, no habrá salvación. Comienza la extinción. Los pobres serán los primeros en sufrir las consecuencias, que en su caso serán máximas. También serán los primeros en morir. Ésta es la fase final —dijo Rommer a punto de quebrársele la voz.
»Es muy duro y doloroso admitir esta realidad. Sin embargo, señor presidente, la madre naturaleza no concede tiempos muertos.
El presidente asintió, aceptando la conclusión final de Rommer.
—La política no es un fin sino un medio. Como otros valores, tiene sus falsificaciones. Se ha puesto tanto énfasis en lo falso que ha quedado oscurecida la importancia de lo verdadero, y la política ha acabado transmitiendo un mensaje de egoísmo artero y astuto, y no de servicio franco y sincero. —El presidente calló un instante y luego prosiguió—: Quiero soluciones claras. —Le dolía
la espalda y la cabeza.
—Señor, creo que en este momento es un imperativo incuestionable identificar sistemas de misión crítica —intervino William Staggs, coordinador de la Oficina de Estado de Preparación Nacional—. Los cuchillos están altos y se acercan rápidamente puntos de no retorno. Si esto va mucho más lejos, sabremos enseguida si Estados Unidos y el resto del mundo viven o mueren. Es más, sabremos si la sociedad civilizada es una opción o un sueño irrealizable. Si no es una opción válida, los bárbaros que están a las puertas entrarán llevando consigo un hambre de lobo.
—¿Qué está sugiriendo?
—Quizá tengamos que quemar algunos puentes y dejar que se produzcan algunas muertes..., para salvar benévolamente al resto del país.
—Santo cielo... —susurró el presidente—. ¿Se da cuenta de lo que está diciendo?
—Señor, a veces se consigue la mejor luz de un puente en llamas.
—¡Está proponiendo que sacrifiquemos a millones de personas inocentes!
—El problema, señor, es que no tenemos un plan B, y ahora es demasiado tarde para idear un plan C o un plan D. Nuestra única esperanza es encontrar los billones perdidos.
El vicealmirante Hewitt se aclaró la garganta.
—Señor presidente, creo que en nombre de la seguridad nacional hemos de iniciar preparativos en tiempo real para la ley marcial. El progreso es lo que saca luz de la oscuridad, civilización del desorden, prosperidad de la pobreza. Todos estos elementos esenciales están siendo puestos en entredicho y amenazados.

En la sala todos guardaban silencio. Se miraron unos a otros y luego observaron al presidente de Estados Unidos. Sorenson, el secretario de Estado, arrugó la frente mientras sus ojos lanzaban una mirada inquisidora. El presidente asintió lentamente, masajeándose las sienes con las palmas de las manos.
—Dicen que una vez a Voltaire un discípulo suyo le dijo: «Me gustaría fundar una religión nueva, ¿cómo lo hago?» A lo que el maestro respondió: «Es muy sencillo. Haz que te crucifiquen y luego resucita de entre los muertos.» —Hizo una pausa, pero ahora el silencio era diferente. Y cuando volvió a hablar también el tono era otro—. Me están pidiendo que funde una religión nueva para que el mundo resucite de entre los muertos.
—Voltaire también dijo que el cañón, en sus diversas formas, saldría a escena antes de que todo hubiera terminado —señaló el general Joseph T. Jones II, coordinador principal del Departamento de Seguridad Interior, que sacó un sobre de papel manila con las palabras «Secreto, Información Especial Compartimentada» inscritas en letra negrita y mayúscula, la máxima clasificación del gobierno de Estados Unidos—. Señor presidente, la Agencia hace muchas cosas en muchos ámbitos, desde recogida de datos de Inteligencia en bruto hasta guerra económica, reconocimiento de satélites, operaciones paramilitares que requieren cobertura y desmentido, o tráfico de drogas. Pero desde sus inicios se ha centrado, en mayor o menor medida, en la recogida de datos a largo plazo y operaciones encubiertas que han requerido el gasto y la paciencia de colocar a NOC (agentes encubiertos no oficiales), o bazas en misiones que pueden llegar a tardar cinco, diez o quince años en dar frutos. Estos programas se han centrado siempre en eventualidades «¿y si...?», las cuales daban a entender que eran posibles múltiples resultados, que había alternativas futuras en las que se debía actuar e influir.—
¿Y? —preguntó Sorenson.
—Ya no quedan eventualidades «¿y si...?», Brad.
—Insinúas que todos los países del mundo están apostando lo que tienen sabiendo que después de este año habrá terminado la partida. ¿No es eso?
El coordinador principal del Departamento de Seguridad Interior contestó sin la menor vacilación.
—Sí. No hay más mañanas para arreglar nada. Ya está montado el escenario para el verdadero Armagedón.
—Así que no tenemos elección.
—Me temo que no, señor presidente —dijo el director de la FEMA—. Están en peligro nuestra Constitución, nuestros recursos, nuestro crédito, nuestra credibilidad, nuestra confianza, nuestra industria manufacturera, nuestros empleos, nuestros ahorros, casas, cuentas bancarias y, en última instancia, nuestra esperanza. ¿Estamos dispuestos a considerar un fait accompli la liquidación de este gran país? Tenemos que prepararnos para lo inevitable, pues, como ha dicho Kirsten, no hay plan B.
— Muy bien, Al. Me gustaría oír tu opinión.
—Señor presidente... Lo lamento, Brad. No tienes ni idea de cuánto lamento tener que hacer esto. Que algún día Dios se apiade de mi alma. —Hewitt sacó una carpeta de papel manila—. Los servicios de inteligencia en el campo de batalla es un bicho diferente, señor. Presupone que no hay nada más importante que la batalla que acaba de comenzar. Si no se gana, no hay opciones futuras. Por eso nada importa más que la guerra que está librándose actualmente. Debido a la confidencialidad y a la necesidad de limitar la información a lo estrictamente imprescindible, el nombre de la operación es Preparación para Emergencia del Comando Norte.

La reunión terminó unos minutos antes de las cuatro de la mañana, y todos abandonaron la Sala de Situación de la Casa Blanca. El secretario de Estado y el presidente fueron los últimos en salir.
—Brad, he de hacer una mención especial por lo que has dicho ahí dentro —dijo el presidente con la mano en el hombro de Sorenson—. Eres una de las pocas reliquias que ha leído la Constitución y entiende qué significa realmente la autoridad civil. —Caminaron en silencio unos instantes, absorto cada uno en sus pensamientos, luchando cada cual contra sus demonios—. ¿Desde cuándo nos conocemos, Brad?
—Cuarenta años, mes arriba mes abajo.
—Desde el instituto. Dios mío, me dejabas copiar tus exámenes de mates, ¿te acuerdas?
—¡Siempre se lo echaré en cara, señor! —Sorenson sonrió.
—No, no lo harás. Eres demasiado ético. —Siguieron andando unos cuantos metros más, inmersos en el silencio—. ¿Qué pasa si tienen razón? ¿Si sólo nos queda una alternativa? ¿Entonces qué? Las repercusiones me aterran. Escucha, Brad, Hewitt es un hijo de puta, pero en lo suyo es competente. Le necesitamos. También discrepo de sus métodos y sus principios, pero esto no va de simpatías y antipatías personales, sino de hacer lo correcto en el momento más decisivo de la historia del mundo. Y lo que hace falta ahora mismo es garantizar que disponemos de los medios para ello. Necesitamos tiempo y a Hewitt. Quizá podamos ganar tiempo y ganárnoslo a él.
—No es esto precisamente lo que yo tenía pensado, señor.
—Lo sé, Brad, lo sé. Mantendré a Hewitt lo más lejos posible del Departamento de Estado para que no se inmiscuya en nada tuyo, pero hemos de hacerle sitio, echarle un cable si quieres, algo tangible a lo que pueda agarrarse conociendo su valor.
—Señor presidente, no entiendo una palabra.
—Lo sé. Estoy siendo críptico adrede. —Silencio. Luego prosiguió—: Dejemos que juegue a soldaditos. Es lo que hace mejor. Pero al final los soldados no pueden arreglárselas solos...
—Porque no tienen ni idea de política —interrumpió el secretario de Estado.
—Exacto. Recuerda, hasta el último momento las decisiones se tomarán aquí, en la Casa Blanca. —El presidente miró a Sorenson y le dirigió una sonrisa tímida y tranquila—. Lo tendré amarrado mientras tú buscas el dinero. Por cierto —añadió mientras ambos iban hacia la salida—... ¿Cómo lo hicieron?
Sorenson miró de reojo al presidente.
—Te conozco, Brad. Cachearías a Jesucristo si tuvieras ocasión.
—Mediante un sistema informático muy sofisticado.
El presidente alzó las cejas.
—¿Un programa informático?
—«El» programa informático, señor: PROMIS.

El ascensor se paró en la tercera planta, sonó el timbre y se abrió la puerta.
—A su derecha, señor —dijo un hombre calvo y de semblante apagado que parecía un banquero arruinado.
El pasillo brillaba con un blanco inmaculado, lo que cuadraba con la fama del hospital Mount Sinai. Curtis dobló a la derecha y continuó pasillo abajo, advirtiendo que las habitaciones que dejaba atrás eran como suites de hotel, mucho más grandes que las de los hospitales normales. Pero claro, el Mount Sinai no era un hospital corriente. Se trataba de un centro de salud para los más ricos y poderosos del mundo, donde eran desplumados abusivamente por los servicios que se les prestaban. Con respecto a la admisión, tan exigible era la exclusividad como la seguridad. Uno de los dos guardias, que lucía el uniforme de una empresa privada de seguridad (aunque parte de la entidad era propiedad del gobierno), verificó el nombre de Curtis en una lista y con un educado «por aquí, señor» lo guió a través de una puerta de roble barnizado con una luz roja parpadeante en lo alto del marco.
— ... permanecía fiel a los cuellos almidonados y los gemelos —estaba diciendo Simone, pasándose la lengua por los labios y devolviendo la taza a la mesa. El aroma del café había invadido la habitación.
—¿Fiel a quién y dónde?... ¡Curtis! —Michael se relamió y sacudió la cabeza. La tensión se reflejaba en su pálida cara.
—Le estaba hablando a Michael de mi padre.
Curtis miró a la izquierda. La cama estaba intacta. Le recorrió el cuello un cosquilleo de aprensión e inquietud.
—Está en el quirófano. Nos han dicho que esperemos aquí. —Hubo una pausa—. Otros diez minutos y habría sido demasiado tarde.
Curtis miraba al vacío.
—Fíjate en nosotros —dijo Simone intentando levantar el ánimo general—... Tenemos un aspecto horrible.
Curtis miró la pantalla de plasma situada en el rincón de la habitación.
—¿Ha salido el tiroteo en las noticias? —preguntó.
—En un boletín especial de la CNN. Pocos detalles; hablaba de un atraco —contestó Michael.
—Curtis —dijo Simone en voz baja—, en la televisión hemos oído cosas tremendas... —No sabía cómo preguntarle—. ¿Estaban hablando de ley marcial? —El resto quedó sin decir. Simone se alejó de la mesa y se apoyó en la pared más alejada. Curtis cerró los ojos como si estuviera en trance. Michael miró a Simone; ambos miraron a Curtis y luego uno a otro de nuevo.
—No, no puede ser. —El ranger negó con la cabeza—. Cuentan aproximadamente con el diez por ciento de la fuerza militar.
—Entonces, ¿de qué están hablando? —inquirió Simone con el cuerpo doblado y tenso.
—En realidad, todas estas leyes de referencia que el gobierno está intentando promulgar pretenden una cosa: el control de los ciudadanos mediante tecnología que puede privarles del acceso a dinero en efectivo y crédito, o, lo que es lo mismo, alimentos y movilidad. Eso unido a una vigilancia electrónica casi omnipresente y a algunas armas muy efectivas, aunque no letales, de negación de área.
—¿A qué viene la urgencia?
—Llámalo variante del principio antrópico.
—¿Qué?
—Matriz de probabilidades. Cuando estáis en la autopista, ¿habéis notado con qué frecuencia os encontráis en el carril lento?
—Sí. ¿Por qué pasa eso?
—Porque es el carril con más coches.
—¿Es un chiste malo o qué?
—No. Según las leyes de probabilidad, lo más viable es que un conductor esté en ese carril. Tú, por ejemplo. No es tu imaginación lo que te hace pensar que los otros carriles van más rápido. Es un hecho: van más rápido.
—¿Qué te enseñaron exactamente en la escuela de los rangers? —preguntó Michael.
—Venga, cállate. ¿Recuerdas mi conversación con Reed?
—Creo que tuviste mucha suerte.
—Ni hablar. Pongamos que te dije que un tal señor Reed, del que no sabías nada, pertenecía a una empresa criminal cuya área de operaciones era el mundo, y tú tenías que adivinar, basándote sólo en este dato, si tenía algo que ver con Roma o no.
—Aún es una conjetura.
—No lo es. El interrogador juega con las probabilidades, intenta que el otro descubra su juego basándose en lo que cree que sabes tú. Se denomina inferencia.
—¿Qué tiene que ver todo esto con la ley marcial?
—Es como si de una persona de la que no sabes nada, salvo que vive en este planeta, te pidieran que dedujeses su estatus social, y tú dijeras que esa persona es pobre. Te equivocarás con menos frecuencia que si dijeras que es rica, simplemente porque la mitad del planeta subsiste con menos de dos dólares diarios.
—¿Qué tiene que ver con la ley marcial? —volvió a preguntar Michael.
—Creo que ahora tienen más miedo de que, entre los que están a punto de morir, surja un Espartaco, o varios. Esto es una matriz de probabilidades. Por eso hablan de ley marcial.

Simone se sentó en el borde de la silla, luchando por mantener los ojos abiertos. Curtis se apoyó en la pared y guardó silencio. Continuamente le venía a la cabeza un pensamiento aterrador. Al implicar a Cristian, había puesto su vida en peligro. Tiempo presente. Aún corría peligro, aún no estaba a salvo. Le recorrió un escalofrío. Identificó el síntoma. Miedo. No, tenía miedo por él mismo. Curtis miró a su viejo amigo. Michael se puso en pie, agitado; le palpitaba una vena en la frente. Era como si le estuviera leyendo el pensamiento. Primero Curtis, luego Cristian. ¿Cuál sería la siguiente víctima de esa locura?
—Llamó Scaroni —dijo Simone.
Curtis sacudió la cabeza, incrédulo.
—¿Cuándo?
—Anoche.
—¿Lo grabaste?
—No. No supimos cómo poner el maldito manos libres.
Curtis sacudió la cabeza, incrédulo.
—¿Y qué dijo?
—Si yo lo ayudo a salir de la cárcel, él me ayudará a encontrar al asesino de Danny.
—¿Eso dijo? ¿Y cómo piensa ayudar si está en la cárcel?
—¿Crees que no está ahí?
—No lo sé, y hasta que no lo pueda averiguar, es una lija frotando granito. Si pertenece a Inteligencia en la cuerda floja, entonces las reglas están claras.
—¿Inteligencia en la cuerda floja?
—Oficial de Operaciones Negras —aclaró Curtis.
—Scaroni es un apellido italiano. No creo que sea negro.
—No me refiero a un oficial negro, sino a una persona que participa en una operación secreta extraoficial. Esto es un especialista en la cuerda floja. Dices cualquier cosa, haces cualquier cosa, manipulas, urdes situaciones, mientes y engañas sin parar, en especial si puedes conseguir alguna ventaja y gracias a ello tender una trampa —explicó Curtis con la voz tensa, al borde del rencor—. Porque esta ventaja sólo se puede lograr engañando a fuentes que se saben poseedoras de secretos peligrosos para su vida.
—Es programador informático.
—¿Eso te dijo?
—Sí —replicó ella con dignidad.
—Y le creíste. Puede que lo sea o que te engañara para tener ventaja.
—¿Por qué?
—Esto es lo que debemos averiguar. ¿No te parece extraño recibir la llamada de un hombre que posee la pieza crucial del rompecabezas que por lo visto te falta a ti?
—Podría ser una coincidencia —dijo ella.
—He estudiado coincidencias extrañas e información desconectada, sobre todo en lo que concierne a Octopus. Investigaré a Scaroni. ¿Qué más te dijo?
—Que mientras estaba verificando la funcionalidad de PROMIS se encontró con cuentas secretas en las que había un montón de dinero. Dijo que lo pillaron porque las cuentas estaban marcadas con banderas, pero aun así tuvo tiempo de esconder la pasta.
Curtis se había sentado en la repisa de la ventana y ahora miraba fijamente a la profesora del Renacimiento, plenamente consciente de cuál sería su siguiente paso.
—¿Cuál era el común denominador de la investigación de Danny? —preguntó con tono retórico.
—El CTP —dijo Michael.
—¿Resultado final? Dinero —añadió Curtis—. ¿Oro? Dinero. Acaparando los mercados mundiales mediante el control de la provisión de fondos. ¿El gobierno de Estados Unidos? Una entidad que utiliza el dinero para promover sus objetivos. ¿PROMIS?
—Un programa informático que permite seguirlo todo de cerca —terció Michael.
—¡Bingo!

Al cabo de una hora, se abrió la puerta, dejando ver primero la almohada, luego la cama, un paciente de cara pálida, la enfermera y por fin el médico, que se llevó el índice a los labios para indicar silencio. Saludó con la cabeza a Simone e hizo una señal para que los tres se acercaran.
—Se ha salvado por los pelos, pero vivirá. Está muy sedado y muy débil. Se despertará de un momento a otro. Cuando lo haga, les permito estar con él cinco minutos, ni un segundo más.

Se sentaron los tres en absoluto silencio. Era importante no hacer ruidos ni movimientos físicos súbitos que pudieran sobresaltar al paciente. Menos de veinte minutos después, Cristian abrió los ojos. ¡Cómo le dolía, por Dios! Vio una cara, pero estaba borrosa y desenfocada. La bruma de su mente no se había disipado del todo. Primero llegó el sonido. Hizo un ruido para reconocer la presencia de los otros.
—¿Cómo te las arreglas para tener tan buen aspecto después de que te hayan pegado dos tiros? —preguntó Curtis con delicadeza.
Cristian hizo una mueca de dolor y apartó la vista. Luego llegaron las palabras.
—No me hagas reír. Casi no puedo respirar —susurró por la comisura de la boca.
El médico levantó la mano. Cinco minutos. Él y la enfermera salieron en silencio.
Curtis esperó unos segundos, escuchando los ruidos de fuera. Murmullos de dos, no, tres personas. Después unos pasos. Se acercó a la cama despacio, con cautela.
—Cristian —su voz era a un tiempo tranquilizadora y socarrona—, si puedes oírme, parpadea.
Cristian parpadeó.
—Estás herido de gravedad, pero te recuperarás. —Hablaba de manera lenta y pausada. El paciente volvió a parpadear—. ¿Viste quién te disparó?
Cristian trató de mover el cuerpo, pero no tenía fuerza.
—No.
Curtis estaba inmóvil frente a él.
—¿Viste algo? —preguntó con tono contenido.
—Una sombra —respondió el hombre herido tras una larga pausa—. Hablaba francés. —Hizo un gesto de dolor—. Curtis...
Éste se puso en cuclillas junto a la cama.
—Estoy aquí —fue la respuesta.
—El dinero ha desaparecido —susurró Cristian en un tono apagado, esperando que Curtis pudiera oírlo. Éste contuvo la respiración.
—¿Qué dinero? —El paciente lo oía a través de una densa niebla de dolor.
—El CTP.
Curtis miró la hora. Casi habían pasado los cinco minutos y sabía que no tendría sentido discutir con el médico.
—¿Cuánto dinero?
—Todo..., creo —fue la respuesta.
«La reserva amalgamada de fondos que ahora se mantiene en cuentas aletargadas y huérfanas asciende a billones de dólares. Estaba verificando la funcionalidad del sistema y se encontró con unas cuentas que contenían un montón de dinero.»
—Creo que sé quién lo tiene.
Cristian reunió la fuerza necesaria para abrir los ojos.
—Debes... encontrar... ese dinero... Encontrarlo..., si no... —Y ya no pudo hablar más, todo se detuvo, se hizo el silencio. Se abrió la puerta, oyó los pasos de alguien a lo lejos..., susurros..., y el sonido de una puerta al cerrarse. Luego nada.

Continúa aquí.

jueves, 23 de octubre de 2014

Conspiración Octopus X

Viene de aquí.

34

Simone Casalaro se levantó de la cama con la marca de la almohada en la mejilla. Tenía los nervios extraordinariamente receptivos tras una noche inquieta. En la habitación de al lado, Michael se reía a carcajadas mientras contaba con gran regocijo cómo los nubios habían intentado secuestrarlo y envolverlo con una alfombra. Un débil rayo de luz se colaba por las persianas venecianas, formando dos escaleras doradas en el suelo. Simone se quedó un momento de pie junto al cristal de la ventana, mientras en su interior brotaba una sensación de frescura parecida a la fragancia de los claveles húmedos. Todo era perfecto.

Michael. Su amor por él estaba un poco apagado. Era algo imperceptible; las sombras oblicuas de lo desconocido se proyectaban hacia el futuro con particular claridad. Como si, por algún plan diabólico, siempre acabaran de llegar o de irse. Siempre. «Te quiero, Michael. Toma, ya lo he dicho. ¿Qué significa? ¿Qué supone para nosotros? La total imprevisibilidad del futuro, el pasado no como una sucesión rígida de episodios sino como un almacén de imágenes recordadas y pautas ocultas que contuvieran la clave de los misteriosos diseños de nuestras vidas.» El modo en que vivía su relación, con la ligereza o la pesadez de la interpretación que uno y otro hacían de la misma... El tono más que la verdad de sus afirmaciones. Él la hacía muy feliz. Entonces, ¿qué pasaba? ¿Pertenecía ella a un mundo en que la presunta normalidad quedaba desterrada al fondo de la conciencia? Ahora que Danny estaba muerto, Simone se hallaba en una especie de infierno donde todas las demás emociones se le antojaban imposibles. Dios mío, cuánto lo echaba de menos... La ausencia podía ser remediada, interpretada, llenada. Pero ¿y la pérdida? Lo extrañaba, ansiaba verlo, aunque sólo fuera fugazmente, apenas un día. ¡Danny! Silencio..., sobre ellos se extendía una burbuja mágica de vidrio que le permitía respirar con él como si fueran uno.

Familias desdichadas. La frase de Tolstói se vuelve del revés: todas se parecen, se hallan en un círculo previsible de sufrimiento, desavenencias y tristeza; su uniformidad tiene sin cuidado a la felicidad, que no conoce la caridad, no recurre a la mera amabilidad. La felicidad es variada y múltiple; el dolor es reiterativo, siempre muestra la misma cara severa y terca. Una persona sólo sabe que es desdichada y prevé que seguirá siéndolo. Existe la creencia, sin duda endémica, de que no es que no vaya a durar sino que no puede durar. El destino y la felicidad, siempre como fin imaginado, son expresiones del valor de la sensación: se mide en función de lo que significaría perderla. A Simone, la palabra amor le parecía un simple nombre para la distancia, para lo desconocido. «Tengo miedo, Michael.»

Clic. Del salón llegaba el sonido de la música, unos bongos, un xilófono, luego una flauta. Clic. Un perro que ladraba, unas risas enlatadas. Otro clic. Una voz ronca que anunciaba la llegada de un circo ruso. Clic. Alguien que jadeaba y emitía resoplidos asmáticos. Clic. «Oh... ¿entonces no lo has oído?», decía la sorprendida voz. Risas. ¡Plaf! Sonó una especie de bofetada. Más risas enlatadas.
«¿Por qué se le dice al público cuándo debe reír?», pensaba Simone. «¡Es un éxito! Un nuevo bestseller de Justin Underhand. Una novela de espías, una obra maestra llena de acción. ¡Imágenes amenazadoras para llevarte, lleno de energía visual, por el viaje de tu vida!» Sintió vergüenza ajena.

Creía que el arte, en cuanto entraba en contacto con la política, se hundía inevitablemente hasta el nivel de cualquier basura ideológica. «Basura bajo mano —pensó a propósito del apellido de aquel autor, y rio para sus adentros—. Nabokov habría dado su aprobación.»

Las voces del salón se intensificaron.
—Será un viaje espléndido. —Ése era Michael.
—Eso espero —dijo Curtis—. Sí, eso espero —repitió con gravedad.
Pensaban que ella estaría escuchando, lo sabía. Se oyó una risa mientras se vestía.
—¡Buenos días, guapísima! —gritó Michael, con el mando de la tele en la mano, los pies sobre la mesa y una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Te hemos despertado? Hacía tiempo que no veía uno de esos programas. —Señaló el televisor—. ¿Sabías que hay reality shows que recrean mis excavaciones en Judea? —Rió débilmente. Con su camisa de seda, su corbata a cuadros y sus botas de goma podría haber participado en el espectáculo. Lo abrazó y se acurrucó a su lado.
—Buenos días, Simone. En la mesa hay café, zumo de naranjas recién exprimidas y fruta fresca, varios tipos de cereales, beicon, tortitas, salchichas y nueces.
—Café, vale. Negro, por favor, y muy fuerte. —Dirigió una sonrisa a Curtis—. ¿Nueces? ¿Estás de broma?

Clic. «De los creadores de Spasm IV llega Raw Hide. ¡Con más acción, más peligrosa, más deliciosamente fantástica!» Clic. «¿A quién amamos? ¡A Jesús! ¿A quién? ¡A Jesús! Jesús es el Señor, alabado sea el Señor, alabado sea Jesús» Clic. «... Nos trae las últimas noticias del tiroteo aún sin esclarecer.» Ambos se incorporaron, atónitos, con la vista fija en el televisor, mientras la cámara avanzaba hacia un Mercedes 600 y en la parte superior de la pantalla aparecía el nombre de la ya identificada víctima del tiroteo de la noche anterior.
—¡Curtis!

—... John Reed, respetado y poderoso presidente de una de las principales entidades financieras de Norteamérica, CitiGroup, fue asesinado anoche en lo que seguramente será una investigación que saltará a los titulares. El Departamento de Policía de Nueva York ha declinado hacer comentarios sobre esta muerte. Ciertas fuentes han afirmado, a condición de preservar su anonimato, que Citi estaba implicado en negociaciones con una entidad financiera aún desconocida para afrontar las elevadas pérdidas en el conjunto de sus principales divisiones de inversión. Un portavoz ha dicho que no había relación alguna entre la muerte de Reed y las actuales actividades del grupo, pero no ha querido dar más detalles al haber una investigación en çurso.

La cámara se acercó a una sábana blanca manchada de sangre que cubría el cadáver mientras era introducido en una ambulancia. Acto seguido aparecieron morbosas imágenes del interior del Mercedes y la fotografía corporativa de Reed en el margen derecho.

—Y ahora los deportes. El agente de David Jones, el outfielder de los Yankees, ha declarado rotundamente que su cliente no tuvo relaciones sexuales con un prostituto octogenario disfrazado de Santa Claus en unos urinarios públicos, lo que constituiría una evidente infracción del convenio colectivo de la Liga Americana de Béisbol...

—¿Qué ocurre? —preguntó Simone, inquieta.
—Alguien se ha adelantado. Literalmente, ha desenfundado antes —respondió Curtis.
—Estamos columpiándonos sin saberlo ante algo que, sea lo que sea, se muestra activo —apuntó Michael.
—No, activo no —señaló el ranger—. Necesitábamos a Reed para sacarlos a la luz. Estaba dispuesto a dar información a cambio de nuestro silencio.
—En este caso, creía de veras que había alguien más.
—Así es. No nosotros, sino alguien real. Recordad lo que dijo sobre Schaffhausen. ¿Dónde está el número de Cristian? Aquí, ya lo tengo.
—Hola. —Cristian lo cogió al primer tono.
—Reed ha muerto.
—Lo sé. Ahora no puedo hablar. Estoy esperando una llamada del presidente de Estados Unidos.
—¿Cuál es la misteriosa entidad financiera con la que estaba negociando Citi? —susurró Curtis.
—Nosotros. El gobierno ya no da más de sí, y quería que prestáramos dinero a Citi con su garantía como respaldo.
—¿El Banco Mundial prestando dinero a una empresa estadounidense a costa del contribuyente? Me imagino los titulares.
—Aquí ha estallado todo por los aires. Alguien ha filtrado al Times un documento preliminar. Si se publica, estamos acabados. Por eso va a llamarme el presidente. Están cerrando filas. Además, corremos el peligro de que se enteren otros. Dios, no me hagas hablar. Ya te telefonearé.
Cristian colgó el auricular de golpe. Curtis sacudió la cabeza, como si estuviera recordando una vieja melodía. Luego se dirigió a Michael y Simone.
—Danny estaba a punto de sacar Octopus a la luz, un conciliábulo de unas veinte personas que controlan la mayor parte de la riqueza del mundo. Tenemos sus documentos de Schaffhausen. Ahora está muerto. Reed estaba dispuesto a cooperar. Con su ayuda, habríamos puesto a Octopus en evidencia. Ahora Reed también está muerto. Quienes los han matado no lo han hecho por lo que sabían, sino por la trascendencia pública de lo descubierto. ¿Os acordáis de lo que decía Reed?
—Que casi nadie conoce la historia real —contestó Michael.
—Esto viene de muy atrás. Por eso la historia permanece oculta.
—Y si se trata de una historia de hace sesenta años, los hechos de Roma son relevantes — añadió el historiador de arcanos.
Curtis consultó la hora.
—Son casi las diez. En Langley tengo un viejo colega, un analista de alto nivel con acreditación Cuatro Cero. Sabe dónde están enterrados los cadáveres. Le diré que haga girar discretamente los discos y anote cualquier anomalía que vea sobre esto. Una vieja historia. Old Boys’s Club. Corea, Japón —dijo Curtis, golpeándose la rodilla.
—¿Quién es?
—Está en la CIA, trabaja en una de las subestaciones de la ciudad. En octubre de 2001, formó parte de una misión ultrasecreta en el interior de Afganistán. Fueron los primeros en entrar. —Miró a los otros dos—. Cristian tiene razón. La cosa va de asociaciones. Para sacarlos debemos atar un cebo a un árbol; y para tener el cebo adecuado, necesito más datos de la CIA.
—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó Simone.
—Que vayáis a la Biblioteca de Referencia del New York Times y miréis los archivos sobre Reed. Nombres, fechas, fotos, viejas secuencias microfilmadas, todo lo que podáis pillar —dijo con voz tranquila, glacial.
Michael miró a Curtis.
—¿Qué pasa con el cebo?
—Esto es parte del juego, Michael. No lo sabremos hasta que se disipe la niebla. —Éste miró a Curtis con aire burlón.
—¿Quién es el cebo?
—Yo.

35

Cualquier grupo étnico puede hacer de una gran urbe su propio Edén territorial. Brighton Beach Avenue, en Brooklyn, es el centro del sector ruso del viejo y étnicamente denso barrio de Nueva York, donde los ruinosos edificios son neoyorquinos, pero los sonidos y los olores son rusos, los letreros de las tiendas están en dos alfabetos, y los escaparates no han perdido ese anticuado aspecto soviético, con luces rodeadas por matrioskas y samovares. Allí las mujeres tienen un semblante apagado, el pelo amarillo, grandes pechos, un temperamento tenso, delantales de colores y hablan con sus paisanos en una peculiar mezcla de inglés rusificado. Con todo, es el Edén en la medida en que el hombre es capaz de reproducirlo. Aquí los rusos, que además están por todas partes, no son sólo rusos, sino que hablan en ruso y recrean lo que solían hacer en la desaparecida Unión Soviética.

Tres horas después, Curtis paseaba por Brighton Beach. Dejó atrás Tío Vania, un pequeño restaurante lleno de humo que ofrecía, con un toque inconfundiblemente ruso, toda clase de vodkas, blinis y caviar. Pasó luego junto a Rego Park, cruzó el paseo de tablas y accedió a la amplia playa frente al mar. No tuvo que esperar mucho. Su contacto se le acercaba, luciendo un abrigo impermeable con cinturón y bolsillos, camisa blanca, pantalones blancos, y una cámara colgada al hombro. Estaba comiendo caramelos de una bolsa, y llevaba el pelo engominado con el característico estilo de Elvis.
—Me alegro de verte, Curtis.
—Gracias por venir, Barry. ¿Me has traído algo?
—Digamos que estás en deuda conmigo y pienso cobrármelo. Tengo dos entradas para la subasta de objetos de Elvis Presley de la semana que viene y espero que me acompañes. Para darme apoyo moral.
—¿Por qué necesitas apoyo moral para ir a un espectáculo así? A ver, el fanático de Elvis eres tú.
—Porque acabo de pedir prestados treinta mil dólares para pujar por el mono de pavo real que desde mayo de 1974 llevó durante cinco meses de conciertos.
—¿Vas a gastarte treinta mil dólares en un mono de pavo real?
—Es un conjunto de una pieza con cremallera, delante un diamante falso y detrás plumas que bajan en espiral por las perneras hasta los extremos acampanados.
—Muy bien. Pongamos que ya lo tienes. Estás yendo a casa con un mono de pavo real de Elvis de treinta mil dólares en una bolsa de plástico. ¿Cómo te sientes?
—Los de la generación del baby boom aún se acuerdan de cómo les hizo sentir el Rey cuando eran jóvenes, y quieren cosas de Elvis que les ayuden a recordar los viejos tiempos.
—¡Deberías ir al médico, Barry!
—Me he despedido de uno hace menos de una hora —replicó Barry Kumnick antes de meterse otro caramelo en la boca—. EA.
—¿EA?
—EA. Elvis Anónimo. —Sonrió de oreja a oreja.
—Corta el rollo. ¿Qué me traes?
—Una contradicción un tanto increíble.
—Explícate.
—Lo de Roma fue un montaje.
—¿Un... qué? —Curtis se temió lo peor.
—Caminemos un poco. Y baja la voz, amigo. Digo que fue un montaje. Una partida amañada desde el principio, con el resultado determinado de antemano. —Curtis estaba demasiado atónito para hablar—. Pasé las fotos de archivo de los dos asesinos por el software de identificación de caras NGI, tecnología de nueva generación. Rollo futurista. Se basa en un algoritmo de emparejamiento... y es infalible. Una cicatriz distintiva o una mandíbula asimétrica podrían suponer la diferencia entre un caso frío y otro cerrado. ¿A que no lo adivinas?
—Creía que aún estaba en fase de planificación.
—Vamos veinte años por delante de toda esta historia. Imagina cualquier cosa y luego llévala a la enésima potencia. Ahí estamos.
—¿Por qué es tan secreto?
—Para los organismos de defensa de la privacidad, es una amenaza doble: como paso hacia un estado policial y como mina de oro de datos personales para que los delincuentes cibernéticos la desvalijen.
—Pensaba que el gobierno todavía estaba entreteniéndose con los microondas y los escáneres del iris.
—Así es, si crees a Popular Mechanic. En todo caso, pasé las dos fotos de los asesinos, y ¿a que no lo adivinas?
—¿Tengo que hacerlo? —replicó Curtis con tono grave.
—Aparecen en la lista de NADDIS del FBI. Seguridad etiqueta negra. Sólo para tus ojos.
—Sistema de Información Sobre Narcóticos y Drogas Peligrosas. Se facilitan números de NADDIS a sospechosos de tráfico de drogas y asesinos a sueldo cuando la DEA o el FBI han iniciado investigaciones oficiales. —Curtis hizo una pausa—. ¿Quién puso la etiqueta negra?
—El Departamento de Defensa.
—¿Cuándo?
—Aquí viene lo absurdo. Una hora después de caer muertos.
—Esto da miedo, joder...
—¿Los dos tipos? Son asesinos profesionales de un cártel de narcotraficantes. La Camorra — explicó Kumnick—. He mirado a fondo en los archivos. Bosnia, Kosovo, Chechenia, Ruanda, Birmania, Pakistán, Laos, Vietnam, Indonesia, Irán, Libia, México. ¿Qué tienen en común esos respetables sitios?
—Son regiones alejadas, peligrosas y productoras de drogas.
—Exacto. Ahora una pregunta extra y la posibilidad de ganar una bala entre los ojos. ¿Sabes para quién trabajaban?
—Para el Departamento de Defensa.
—Ha aprobado el curso, soldado.
—¿Y en qué clase de operación? —preguntó Curtis.
—Proporcionando apoyo logístico a los militares norteamericanos y sus clientes.
—Un momento, Barry, que me falta el aire.
—Ahora las cosas ya no son lo que parecen, ¿eh, muchacho? Justo cuando crees que ya lo entiendes todo —se señaló la sien—, te follan con ganas. A lo bruto y a fondo. Si no te quieren con ternura, sin duda te querrán con crueldad.
Curtis se reclinó y dijo:
—Si el Departamento de Defensa puso negro sobre negro, seguridad «sólo para tus ojos», significa que formaba parte de la conspiración de Roma.
—Es decir, que toda la operación estaba controlada por el gobierno, ¿no? —añadió Kumnick con total naturalidad.
—Es improbable. El individuo era un testigo japonés. Se trataba de una acreditación Cuatro Cero, un asunto de prevención máxima. Conocían la operación desde el presidente de Estados Unidos hasta la Interpol y la alta comisionada de la ONU.
—Lo cual significa que, aunque el mismo presidente hubiera querido a ese hombre muerto, no habría podido hacer nada al respecto —señaló Kumnick.
—O sea, que el negro sobre negro no era una operación autorizada por el Departamento de Defensa.
—Sino más bien por alguno de sus alter ego maléficos.
Curtis asintió en silencio y exclamó:
—¡Impresionante! Pero he guardado lo mejor para el final.
—Roma.
—Sí, Roma. Me querían muerto.
—A ti y al japo.
—Y al japo. Un momento... Has dicho dos asesinos, pero eran tres.
—Ya lo sé. El tercer hombre era el de la galería. Desde luego, tenía otras instrucciones. Curtis sacudió la cabeza.
—Él creía que éramos del mismo equipo. Por eso falló. Tenía que hacerlo.
—Compartimentación. ¡Tú y el prisionero teníais que escapar! —dijo Kumnick.
—Con su ayuda.
—Sólo que tú no lo sabías. Pero quien le dio las órdenes, sí.
—Así, cuando le disparé, él también abrió fuego.
—Exacto. Eres un elemento de primera, y ni siquiera lo sabías, soldadito. —Kumnick se rio.
—Él era la póliza de seguros del japo, en el caso de que uno de los asesinos de la Camorra llegase hasta nosotros antes de que yo los eliminara.
—Y entonces te cargaste a tu observador involuntario. ¡Bum! De primera, joder... Y ahora el tío está muerto. —Kumnick soltó un silbido.
—¿Cómo lo has deducido? —A Curtis le temblaba la mandíbula.
—Ese hombre formaba parte de una unidad de francotiradores de élite adscrita al Ministerio del Interior italiano. No tenía ningún vínculo con la Camorra. —Miró fijamente a Curtis y luego hizo una aclaración—. Cuando nuestro gobierno indaga vínculos en algún sitio, busca en todas las bases de datos disponibles. Vienen a mí. Esto es lo que yo hago.
Curtis volvió a sacudir la cabeza y dijo:
—Era una misión delicada. Quien lo envió no quería dejar cabos sueltos. Así funcionan las conspiraciones. Estando el tercer hombre muerto, el vínculo con su escalafón también quedaba cortado.
—Y así sólo quedáis tú y el viejo. ¡Vaya mierda pinchada en un palo! —exclamó Kumnick.
—Volvamos sobre eso. Octopus quiere muerto al viejo. Por tanto, planean una secuencia que debe eliminarlo sin dejar rastro. Mandan a su equipo A. Pero alguien que está al corriente introduce, discretamente y sin cometer errores, a su propio francotirador en la operación y lo vuelve todo del revés. Alguien que sabía lo que se proponía el Consejo y por qué. Alguien con sus propios motivos para mantener al anciano con vida.
—Bienvenido al mundo real.
—Gracias. Debo irme... Cuídate, Barry.
—Entonces, ¿qué pasa con Elvis? —le gritó Kumnick a su espalda.
—Lo dejaré para otro momento, si no te importa.
—¡Mono de pavo real, aquí estoy! Las damas me amarán por él y dentro de él.
—Ojalá estuviera en tus pantalones. —Curtis sonrió. Kumnick rio.
—Mantenme informado. —Kumnick se acercó y abrazó a Curtis—. Me debes un favor, pero no pareces en condiciones de devolvérmelo.
—Estaremos en contacto, Barry.
—Hasta luego, colega.

36

Sucedió por la noche, como siempre. Un avión de carga aterrizó en la oscuridad, con las luces apagadas para no ser detectado, y avanzó pesadamente por una pista llena de baches y surcos hasta un hangar situado en el otro extremo. El horizonte era plano como el lecho marino, salvo unos enormes montones de grava gris a lo lejos. La escalerilla bajó y dejó ver a una docena de agentes en uniforme, surgiendo como alienígenas en la luz rojiza de la bodega. Trece hombres. Una docena de fraile. Colocación reticular, configuración habitual en Operaciones Especiales. Cada agente tenía contacto (visual, auditivo o electrónico) con al menos otros dos. Respuesta y protección coordinadas en caso de que alguno fuera eliminado por fuego enemigo. Cada uno iba provisto de un fusil militar de asalto, seguramente un Heckler & Koch G36. Treinta balas OTAN de 5,56 x 45 mm, gran potencia, polímero negro ligero, normalmente reservado a los miembros de las Fuerzas Especiales: las miras ópticas utilizaban un retículo de punto rojo. Azotadas por los fríos vientos del norte, sus cabezas estaban cubiertas con pañuelos, y era visible el aliento en el gélido aire del invierno romano. Aquella pista de aterrizaje no pertenecía a ningún aeropuerto, ya fuera civil o militar. De hecho, no estaba en ningún mapa oficial. Un Jeep rematado con una lona se detuvo junto al avión de carga, y un hombre se apeó. La gordura y la impasibilidad le daban un aspecto imponente.
—Coronel —dijo alguien vestido con una camiseta que ponía 3.er Batallón de Señales: Perros de Señales—. El TOC está listo. La Serie 93 viene de camino.
TOC significaba Centro de Operaciones Tácticas, y era la oficina central de una unidad militar. La Serie 93 se refería al grupo de refuerzos. El hombre a quien se dirigía como coronel sacó una versión militar de una BlackBerry para mensajes de texto y tecleó algo. Seguridad VASP de extremo a extremo. Era el equipo estándar para operaciones clandestinas. Varios vehículos se detuvieron junto al avión. Se cargaron fusiles de asalto y otro material militar. Todo el proceso duró menos de diez minutos. El avión se tambaleó haciendo temblar el fuselaje, mientras se iniciaba la carrera por la pista. En cuestión de segundos despegó. Las dos últimas sombras en tierra observaron la trayectoria durante unos instantes, y a continuación cruzaron un puente sólido y macizo cuya anchura apenas permitía el paso de un vehículo. Los dos hombres iban vestidos como los demás, con uniforme y pañuelo en la cabeza. Ambos apartaron el rostro para evitar las ráfagas de viento que los zarandeaban. Anduvieron deprisa, entre los árboles, hasta llegar a un pequeño claro donde había un vehículo parecido a un Jeep, sólo que mucho más grande y pesado, con neumáticos de baja presión y goma muy gruesa. El más alto de los dos hombres sacó un comunicador electrónico, un pequeño modelo en un armazón gris de plástico duro pero con una señal de gran potencia.
—Aquí Alfa Beta Lambda. Es secreto.
La respuesta fue inaudible. Menos de diez segundos después, las luces traseras del Jeep desaparecieron en la noche.

37

La Biblioteca de Referencia del New York Times, en el 620 de la Octava Avenida, es una de las bibliotecas de investigación más avanzadas del mundo, por no decir que posee una de las más amplias hemerotecas, que se remonta a principios de la década de 1850. Donada a la ciudad por la familia Astor e inmejorablemente situada frente al Hotel Astoria, es la biblioteca par excellence de toda clase de investigadores. Con espléndidas ventanas arqueadas sobre piedra caliza de Purbeck, y embellecida con largas galerías de hierro forjado y un patio privado cerrado, ofrece a los usuarios la intimidad que requiere su trabajo. Michael y Simone subieron las escaleras hasta la primera planta y tomaron un pasillo que desembocaba en la gran sala de lectura, en la que había enormes mesas rectangulares en hileras de seis, cada una de ellas provista de un ordenador de pantalla plana. En menos de tres horas, habían seleccionado una considerable cantidad de material sobre John Reed, el fallecido presidente del antaño poderoso CitiGroup. Los dosieres confirmaban que, en los once años como máximo dirigente de Citi, Reed había demostrado tener el don de estar siempre en el lugar adecuado en el momento oportuno, mientras administraba con cuidado la credibilidad y el prestigio de la entidad. Tenía además una familia: una esposa afectuosa y unos hijos amantísimos.

Estampas de Harvard, actividades, instantáneas escolares de grupo. Un muchacho con camiseta amarilla del college y pantalón corto. El joven Reed parecía seguro de sí mismo, con los hombros hacia atrás y el pecho hinchado. Más adelante posaba en actos de beneficencia, fotografías con presidentes, líderes extranjeros, niños discapacitados y acontecimientos deportivos patrocinados por Citi. Reed siempre estaba en primera fila. En el lugar adecuado en el momento oportuno, dirigiéndose al público. Una mentira magníficamente interconectada. Era una vida armada a partir de innumerables fragmentos del mundo real, un riachuelo de episodios intensos transformado en un torrente continuo de mucho bombo y platillo en publicaciones importantes. Una pizarra borrada y vuelta a utilizar.

Michael y Simone decidieron retroceder a sus comienzos. ¿De dónde venía Reed? Quizá la política no era su terreno predilecto, pero ellos eran investigadores avezados. Sabían que el noventa por ciento de la información estaba en la punta de los dedos. Sólo había que saber dónde y cómo buscarla. ¿Estuvo Reed en la guerra? ¿En cuál? ¿A las órdenes de quién? ¿Dónde? ¿Cuánto tiempo? Los primeros años de su carrera, sus años de formación, sus amigos, las organizaciones a las que perteneció, cuándo se incorporó a ellas...Al cabo de dos horas fue emergiendo el perfil de un hombre que combatió a las órdenes del general MacArthur. Zona de operaciones: Corea, escenario del Pacífico. Buena parte de las acciones se llevaban a cabo sin la difusión en titulares; los dictados de la seguridad nacional requerían que en el Pacífico la guerra se librase de forma secreta. Reed resultó herido de gravedad. Recibió la Medalla de Honor del Congreso por «hacer algo insensato, como salvar la vida de otro soldado», según un Navy News de 1956. Si estuvo en la guerra, encontrarían el rastro. En vez de crónicas minuciosas, la investigación ofrecía ejemplos característicos. Centenares de hilos inconexos que llegaban a formar algo coherente. No era la historia de una sola batalla. La Guerra de Corea de Reed había sido sobre todo una guerra en la selva, con el objetivo de transportar tropas y suministros. Había que preservar el secreto a toda costa. Eso fue entonces. ¿Y ahora? Simone se detuvo un momento, apartó uno de los tomos y miró a Michael, indecisa.
—Minucias de nada —soltó frotándose los ojos—. Una mezcla cegadora de sutilezas astutas e imágenes baratas. Viejos baúles, cárceles militares y bufones modernos.
Se reclinó en la silla, se quitó los zapatos y dejó los pies colgando. Michael notaba los movimientos más simples de Simone, cómo respiraba, se retorcía, vivía, mientras él no mostraba ninguna señal de vida.
—¿Estos dedos preciosos te vienen de familia?
—¿De dónde crees que procede nuestro segundo apellido?
—¿Casalaro?
—Walker.
—¿De los dedos de los pies?
—Nada menos.
—Los dedos y la carretera que se pierde de vista.*
—¿Las carreteras se mueven, Michael?
—En efecto.
Simone balanceó los pies un poco más.
—¿Recuerdas la primera vez que nos alojamos en aquella extraña pensión de Giovanni del Brina? —preguntó Simone.
—Hicimos el amor entre los aromas de la noche y los gritos de los animales nocturnos —contestó él.
—Hacía un calor insoportable y estábamos desnudos, salvo la hoja de parra que te pusiste en tus partes.
—Y tú eras un sueño, y lo sigues siendo.
—Estábamos entrelazados como serpientes. Y así fue cada noche durante toda la estancia.
—Con la luz de la vela coqueteando con tus pezones. Y al final se te caía la baba por todo mi cuerpo.—Señal de buen sexo. Aquella noche tuve once orgasmos. ¿Qué otra cosa querías que hiciera?
—Baja la voz, boba...
De pronto, Simone se avergonzó y cambió de actitud.
Cerca, pasó alguien con un carrito metálico lleno de libros. El carrito tenía una rueda torcida y silbaba sobre el suelo de linóleo.
—Mejor volvamos a lo nuestro —dijo Simone con un tono apagado. Michael alzó la vista, pero no logró cruzar su mirada con la de ella.
Siguieron excavando. A finales de la primavera de 1956, Reed formaba parte de un grupo secreto de soldados adiestrados en Australia que fueron enviados en misión secreta a Filipinas. ¿Qué había dicho Curtis? Old Boy’s Club. Una vieja historia de sesenta años. Japón, Corea. Reed, MacArthur, Australia, Filipinas... ¿Cómo encajaban en el cuadro? Iban amparados por el cortafuegos del gobierno, pero el sistema era hermético. Se habían pasado el día buscando pistas sobre John Bud Reed y su peculiar universo de humo y espejos, dominio exclusivo de quienes se han pasado la vida sorteando peligros y desapareciendo a la primera señal de amenaza. Los dos veían a través de algo que no era para ellos.

A las cuatro llamarían a Curtis, que había estado recorriendo las calles de Nueva York, resolviendo mentalmente el rompecabezas. También había retrocedido en el tiempo, recordando todas las conversaciones, los nombres, las fechas y los lugares desde que se metiera en esa locura. Lo había anotado todo, nombres clave en el lado izquierdo de la página, y a la derecha datos sin importancia aparente. Todo estaba conectado por un hilo invisible. De eso hacía treinta minutos. Desde entonces, había intentado aclararse las ideas y ahora estaba a dos manzanas de la biblioteca. Consultó la hora. Las cuatro y veinte. ¿Por qué demonios tardaban tanto? «Estamos persiguiendo una manada de lobos.» Sacudió la cabeza. Cogió el teléfono al primer timbrazo. Era Michael.
—Reed sirvió dos veces en el escenario del Pacífico. Una a las órdenes de MacArthur en Corea, transportando tropas y suministros; y la segunda como integrante de un grupo militar secreto adiestrado en Australia y enviado luego en misión clandestina a la jungla de Filipinas.
—¿Qué clase de misión?
—No lo sé. El sistema era hermético.
—¿Cuándo fue eso? —insistió Curtis.
—En 1952 y 1956.
—¿Recuerdas lo que dijo Cristian sobre el CTP?
—Que era una operación extraoficial del gobierno muy especulativa y generadora de cuantiosos beneficios sin demasiado riesgo. Ahí está toda la sopa de letras de los organismos.
—Esto incluiría al Departamento de Defensa, ¿no?
—¿Por qué lo preguntas?
—Reed, MacArthur, Corea, Filipinas, todos los organismos habidos y por haber. ¡Bingo! — Curtis soltó un suspiro.
—Pensaba que te haría ilusión.
—Es que la idea de una subasta de objetos de Elvis Presley me da escalofríos.

38

Barry Kumnick se puso en pie cuando sonó el teléfono.
—¿Has perdido la cabeza, Curtis? —susurró al auricular—. ¿Desde qué aparato me estás llamando?
—Uno digital con tecnología de espectro difuso.
—Vaya... —dijo Kumnick, sorprendido—. Retiro lo dicho. De todos modos, nunca había conocido a nadie que pidiese de forma tan persistente y obstinada que lo echaran al mar.
—Barry, lo entiendo. Según tú, estoy buscando problemas. ¿Qué tal una variación sobre el tema? ¿Puedes ser algo más explícito?
—¿Qué tal una bala en tu cráneo? ¿Te parece lo bastante explícito?
—Sé que no es una barrera idiomática —dijo Curtis—, pero ahora mismo no te sigo.
—Pues a ver si sigues esto, ranger: has dado con la historia más explosiva de la Segunda Guerra Mundial, te lo juro, y ¡que el dios todopoderoso de Graceland me ayude!
—¡Soy todo oídos! —exclamó Curtis, fascinado por lo que estaba oyendo.
—Prefiero no meterme en esto. —Kumnick parecía alterado—. Está más allá de la acreditación Delta.—¿Qué sacaste?
—Búsqueda negativa, sin resultados, lo que da a entender que el asunto estaba a un nivel demasiado escondido. ¡Incluso para un analista cualificado de la CIA con una acreditación Cuatro Cero! Cuatro Cero es lo máximo, colega. Más arriba no hay nada. He estado preguntando a todos los que me deben algún favor, y hasta ahora..., nada.
—Barry, dame un nombre, algo..., lo que sea para seguir adelante. Ya he llegado muy lejos.
—Tú estás hasta arriba de duplicidades del gobierno, Curtis. Ahí es donde estás.
—¿Crees que lo estoy haciendo porque me aburro? ¿Tienes idea de cuánta gente ha muerto por culpa de esto?
—Su servidor no quiere engrosar esta desagradable estadística. —Barry hizo una pausa—. ¿Qué está pasando, Curtis?
—Personas muy peligrosas, que no rinden cuentas ante nadie salvo a sí mismas, han penetrado en áreas que yo consideraba erróneamente impenetrables. —Curtis hizo una mueca. Kumnick frunció el ceño y chasqueó la lengua.
—¿Con qué fin?
—Esto es lo que queremos averiguar. Un hombre al que yo no conocía nos ha llevado adonde estamos. Él antes no era importante, no habría merecido siquiera dos líneas en el obituario de un periódico local. Ahora está muerto porque descubrió cosas que esa gente no quería que él supiera. Ese hombre es importante porque lo que descubrió podría cambiar el mundo.
—¿Cómo?
—Un pequeño grupo de individuos muy poderosos está a punto de apoderarse de los mercados financieros mundiales. Si lo logra en el actual clima de colapso económico, estaremos a un paso de la tercera guerra mundial.
El rostro de Kumnick palideció en la débil luz de aquella fría tarde de finales de invierno. En el otro extremo de la línea, la voz esperó a que el hombre de la CIA por fin hablara.
—Tienes que ver a un hombre encubierto. Es profesor de estudios orientales en la Universidad de Cornell.
—¿Qué le digo?
—Se llama Stephen Armitage. Tú sólo dile: «Lila Dorada.»
—¿Qué significa?
—Para algunos, es el viejo relato de una esposa. Para otros, una leyenda sobre un tesoro perdido o robado.
—Un momento. Hace poco leí algo de esto. El proyecto Lila Dorada y el botín de la Segunda Guerra Mundial.
—Yo me ocuparé de las presentaciones. —Y se cortó la comunicación.

Curtis se abotonó la chaqueta y se subió las solapas. El crepúsculo iba borrándolo todo. Un brillo pálido surcaba el cielo como un reflejo de radios colosales. Echó a andar despacio calle abajo. Dejó atrás la oficina de correos, el supermercado y a varios mendigos calvos, de barbas rojizas, con los hombros caídos y las manos extendidas. Cruzó un parque en miniatura, un terreno de arena salpicado de bancos pintados con spray por un tal Joey, que proclamaba su amor eterno hacia Sarah con letras grandes y vigorosas. «Lila Dorada.» Esas dos palabras seguían siendo una bruma, un misterio, pero sus sombras ya le perseguían. Curtis quería pisar esa sombra para impedir que volviera a desaparecer en un nebuloso olvido de almas muertas.

Simone y Michael se encontraban en el rincón más oscuro de un bar alargado, comiendo pastel de riñones y bebiendo té servido por una camarera pelirroja más bien menuda, con pecas, la frente brillante y un vestido típicamente irlandés. Aquí y allá, se apreciaba un resquicio de rayos amarillos, desparramados bajo las ramas de pino, antes de desmoronarse y desaparecer entre sus retazos. Alrededor, las lámparas del local emitían su resplandor anaranjado, y el torpe aletargamiento del final de la jornada los envolvía con un bullicio hueco, al tiempo que unos ojos fríos y escurridizos buscaban, de manera dolorosa y obstinada, el modo de pasar entre las convulsas sacudidas de una música. Ella levantó la mano hacia la luz y extendió los dedos, disfrutando de los juegos de luces y sombras que iban y venían a través de ellos. Ahí quedaba su ubicua calidez, su activa ociosidad, sombra anaranjada en los reflejos de las ventanas del restaurante. Él la miró en la penumbra. Simone tenía los ojos cansados. Para Michael, seguía siendo tan encantadora e invulnerable como siempre.
—¿Qué? —dijo ella sonriendo; esa tierna sonrisa de Simone que Michael conocía tan bien.
Londres. Florencia. Moscú. Felicidad. Amor. Michael se encogió de hombros. Se seguía maravillando ante la curiosa fuerza que lo había arrastrado con descaro al extraño y maravilloso mundo de Simone.
—¿Qué? —Ella alzó un poco la voz, apoyándose en el antebrazo de Michael. Una promesa de afecto y algo más.
—Eres increíble —dijo él, sin poder apartar la mirada de su rostro—. Te adoro. Nunca en mi vida amaré a nadie como a ti.
Ella se le había acercado, con el rostro crispado por el dolor de la felicidad, se le aferraba, susurrándole algo al oído, algo que él no alcanzaba a entender entre el murmullo ambiental. Le besaba el cuello, la oreja, la mano, otra vez el cuello, tiraba de su manga, sonriendo y susurrando otra vez, ajena a los demás. Michael volvió a reconocer en ella todo lo que había amado: el suave contorno de su expresivo rostro, estrechándose hacia la barbilla, las negrísimas pestañas, su bufanda al cuello, la postura desenfadada, la avidez con que vivía, sentía y se expresaba. Simone lo devoraba todo.
—Eso es exactamente lo que siento por ti, ya me entiendes —dijo ella volviendo hacia él su cabeza gacha. Le metió las manos en el bolsillo de su chaqueta a cuadros—. Te vibra el brazo.
—¡Dios! —Michael buscó a tientas el móvil—. ¡Hola!
—No me esperéis levantados. Tuvimos una oportunidad. Ahora no me hagas preguntas; es algo que viene del espacio sideral, pero no importa, de verdad.
—¿Adónde vas?
—A ver a un hombre que sabe cosas.
—¿Quién es? ¿Le conoces?
—Personalmente no, pero es la pieza que falta en el rompecabezas.
La Universidad de Cornell está en la calle Setenta y cuatro de Nueva York, en el Upper East Side de Manhattan, entre Central Park y el East River. La zona se conoce como «Distrito de las medias de seda», y tiene el metro cuadrado más caro de Estados Unidos. A menudo denominada Weill Cornell para abreviar, la universidad alberga dos secciones de la Cornell, el Weill Medical College y el Departamento Weill Cornell de Estudios Orientales. Forma parte de la Ivy League, que durante más de un siglo ha sido sinónimo de excelencia académica y elitismo social, y representa una filosofía educativa propia de las escuelas más antiguas del país. Según el censo de 2005, en el Upper East Side residían 234.856 personas, veintidós mil de las cuales asistían a la Universidad de Cornell, eso sin contar unos doscientos profesores y el resto de personal. Uno de ellos se llamaba Stephen Armitage, y era profesor de estudios orientales y agente especial encubierto de la CIA.
—Pare ahí —dijo Curtis, abriendo la portezuela del taxi a la carrera. Era última hora de la tarde, es decir, Armitage podía estar en cualquier sitio del extenso campus urbano. Cruzó el parque, abrió el portillo y cortó por el camino que conducía al Colegio Mayor Carl Sagan.
—Por favor... —Se acercó a un par de jóvenes que bajaban a zancadas los peldaños empedrados, lisos por décadas de uso—. Estoy buscando el Departamento de Estudios Orientales.
—Está usted delante —dijo un chico con el pelo crespo, señalando a su espalda—. A la derecha, al final del pasillo.
Curtis subió las escaleras, tomó el pasillo y cruzó un arco que daba a un laberinto de despachos ocupados por las más destacadas eminencias de la disciplina. La plantilla de profesores de Cornell contaba con seis becarios Rhodes y cuarenta candidatos al Premio Nobel. La puerta de Armitage era la última a la izquierda, oculta tras una columna. Se acercó, permaneció unos instantes escuchando y por fin llamó con suavidad. Al otro lado, oyó el sonido apagado de una silla que se deslizaba por el suelo seguido de unos pasos. Se abrió la puerta.
—Usted debe de ser el señor Stephen Armitage. —El hombre tenía un aspecto mustio y una mata de pelo como la de Beethoven. Emitió un murmullo ronco, frunció la frente y se sonó la nariz.
—Doctor Stephen Armitage. —Las manos le temblaban—. ¿En qué puedo ayudarle?
Curtis miró a la izquierda, hacia el pasillo.
—«Lila Dorada» —susurró.
El silencio fue breve. Después brotaron las palabras denotando sorpresa y miedo.
—Lo siento, debe de haber un malentendido. Esto es el Departamento de Estudios Orientales. Seguramente busca usted al profesor Lilem, del Weill Medical College.
—No, creo que he venido al lugar correcto. «Lila Dorada» —repitió Curtis despacio, la mirada fija en el hombre que tenía delante. Ahora el otro le escudriñaba, intentando leerle el pensamiento y averiguar sus intenciones. Era demasiado peligroso que los secretos que guardaba fueran descubiertos por alguien vivo..., porque los muertos no hablan.
—¿Quién es usted?
—Un amigo común me dio esta dirección junto con las palabras correspondientes. —Siguió otra larga pausa.
Armitage le indicó a Curtis que entrara en el despacho. El ranger echó un vistazo a la estancia y advirtió el inconfundible olor del mundo académico. La mesa del profesor estaba llena de carpetas de colores y sobres apilados; encima, periódicos viejos, algunos de los cuales habían caído al suelo y habían acabado bajo la mesa. Junto al escritorio, algo parecido a un vaso cuadrado contenía tres bolígrafos, medio lápiz mordido, un marcador y una goma enorme que recordaba a una tortuga tomando el sol. También había una silla atiborrada de exámenes, una vieja máquina de escribir Urania en el estante a su espalda, varias fotografías, diplomas, títulos..., nada espartano. Es más, resultaba auténtico, no un espacio montado a toda prisa sólo para salvar las apariencias, como pasaba en las operaciones de los servicios secretos, sino real, extraordinariamente expresivo,
receptivo a todas las demandas de inspiración de su actual ocupante.
—¿Un amigo común? —preguntó Armitage con un tono ligeramente jocoso y distraído, pronunciando «común» con una «n» suave, como solía hacer cuando estaba perplejo.
—Barry Kumnick.
—¿Y usted quién es?
—Curtis Fitzgerald.
Armitage sonrió.
—Por favor, perdóneme. Me estoy haciendo viejo, y mi memoria ya no es la que era. —El profesor de estudios orientales observó con picardía y asintió—. Sí, parece que tenemos un amigo común. Y él me ha hablado de usted.
Se dirigió a la parte posterior de la mesa, acercó la silla y se sentó.
—Así que quiere usted saber sobre Lila Dorada. —Miró fijamente a Curtis—. ¿Por qué? —No tiene por qué conocer los detalles. De hecho, es mejor así. —Curtis tomó asiento, y su enorme cuerpo redujo al mínimo el tamaño de la silla.
—¿Cómo puedo estar seguro de que la información que usted busca será utilizada con sensatez?
—Yo no explico mis métodos, pero utilizo la confianza de un amigo común como tarjeta de visita. Armitage se quedó callado unos segundos, estudiando a Curtis. De pronto, se reclinó en la silla y puso las manos en los reposabrazos.
—A lo largo de los años, han sido muchos los que han intentado tener acceso al secreto. Pocos han sobrevivido para contarlo, y los que lo han conseguido, mejor sería que se metieran en un agujero negro y profundo antes de que los encuentren y los interroguen sobre los detalles.
La mente de Curtis daba vueltas, corría acelerada, procesando información. Armitage no era ni un mentiroso ni un idiota. Kumnick era un amigo. El viejo sabía que Curtis iría a verlo; conocía su aspecto, lo esperaba. Seguramente por eso estaba en el despacho, aguardándolo, en vez de exponerse a miradas indiscretas en el campus. Así que... ¿por qué esa pantomima? ¿Por qué el numerito? Porque el hombre de la CIA estaba protegiendo dos territorios, el de la Agencia y el suyo. A Curtis sólo le quedaba una opción: contar parte de la verdad, cuanto menos mejor, con tono verosímil. Los hechos innegables y los acontecimientos fácilmente verificables.
—Un periodista de investigación fallecido, hermano de una amiga, descubrió una conspiración relacionada con algunas de las personas más poderosas del mundo. Esas personas tenían varias cosas en común: la Segunda Guerra Mundial, finales de la década de 1940, principios y mediados de la de 1950, Japón, Corea, Filipinas, la actual crisis financiera y el oro.
Armitage extendió las manos.
—Un grupo de hombres poderosos. —Hizo una pausa—. ¿Son estadounidenses?
—Son de todas partes.
—¿Cuál es el nombre de la conspiración?
—Tiene distintos nombres. Si se supiera el nombre verdadero, podría ser peligroso. —Curtis esperó. Armitage hizo lo propio—. Se llaman a sí mismos Octopus. El nombre lo descubrió el hermano de mi amiga.
—¿Octopus? Como la Agencia. —El erudito sacudió la cabeza—. Use todas las palabras «mágicas» que se le ocurran.
—¿Cómo?
—Está en el manual de la CIA —dijo Armitage—. Alguien de la Agencia pensó que si se utilizaban clichés para contraseñas, la propia operación sonaría más legítima.
Calló un momento. El silencio se vio realzado por el zumbido de un gran ventilador cercano. Curtis observó al erudito; el viejo miraba por la ventana, con aire pensativo.
—¿Qué es «Lila Dorada»? —insistió Curtis.
—El nombre de un poema escrito por el emperador japonés Hiro-Hito. Y un secreto.
—¿Un poema? ¿Qué tiene que ver un poema con un secreto tan peligroso que los hombres prefieren llevárselo a la tumba antes de revelar su contenido?
—Entre 1936 y 1942, y actuando a las órdenes de un príncipe de la casa imperial, una unidad secreta dirigida por el hermano pequeño del emperador recibió el encargo de saquear metódicamente el sudeste asiático. Era Lila Dorada. El valor del botín arramblado por Lila Dorada es increíble. Toda la parte de Asia controlada por los japoneses había sido rastreada en busca de tesoros. De hecho, la cantidad de oro robado entre 1937 y 1942 supera la suma de las reservas de oro de todos los bancos centrales del mundo. Es, sin duda, la mayor conspiración conocida en la historia de la humanidad. No por las dimensiones, sino por lo que escondía. Porque si esas cantidades reales de oro y dinero salen algún día a la luz, pondrán al descubierto un secreto mucho más confidencial. —Levantó el dedo índice y lanzó a Curtis una mirada elocuente—: La cantidad de oro enterrado en Filipinas durante la Segunda Guerra Mundial es diez veces superior a la cifra oficial de ciento cuarenta mil toneladas métricas supuestamente extraídas en más de seis mil años de historia. Es insólito que existan semejantes cantidades de oro al margen del circuito oficial. Y es aún más espeluznante que dicho secreto esté protegido.
—¿Ha dicho entre 1937 y 1942?
—A principios de 1943, la mayor parte fue enviado por barco al cuartel general del príncipe Chichibu, en Filipinas.
—¿Qué pasó en 1943?
—Stalingrado. El principio del fin. Los más astutos comandantes alemanes y japoneses lo entendieron enseguida. Era cuestión de tiempo. Trasladar el tesoro a Japón no era viable. Había que cambiar de planes, aunque sólo fuera como medida provisional. El ejército japonés despachó el oro a las islas y se vio obligado a dejarlo allí, con la vana esperanza de regresar después de la guerra y recuperar el botín en secreto.
»Un grupo de oficiales japoneses, con la ayuda de una brigada especial del cuerpo de ingenieros, comenzó a enterrar el tesoro. Tardaron meses en excavar y construir complejos sistemas de túneles lo bastante grandes para almacenar los camiones y lo bastante profundos para discurrir por debajo de la superficie del agua. —Se acercó a un mueble de cerezo—. Necesito una copa para ayudar a mantener este horroroso hábito mío. ¿Quiere una? —Armitage agarró el tirador y abrió una portezuela que ocultaba un minibar muy bien aprovisionado.
—Tal vez luego.
Armitage se encogió de hombros.
—Esto no hará que la historia fluya más rápido, ya sabe. —Armitage tomó un trago de brandy —. He bebido la cicuta demasiadas veces, Curtis. —Apuró el resto de bebida y se secó la boca con el dorso de la mano—. Para entender esta historia, para calibrar de veras su intensidad y su horror, hay que visualizarla, saborear el sudor y oler la podredumbre. Hay que imaginarse lo que debieron de pasar los presos que cavaron aquellos túneles bajo el ojo atento de los sargentos mayores japoneses y el bramido del viento, hasta arriba de barro, pasando hambre y medio desnudos, atormentados por insectos del tamaño de un puño, dándose cuenta de que no tenían la menor posibilidad de salir de allí con vida. Este sórdido episodio pierde parte de su encanto estereográfico y no se puede entender en toda su dimensión: la maldad elevada a la enésima potencia. —Asintió con la cabeza y frunció el ceño.
»Antes de ser enterrada, aquella gran cantidad de oro y otros tesoros estuvieron repartidos en baúles de varios tamaños. La mayor parte, correspondiente a un total de ciento setenta y dos baúles, acabó en las islas Filipinas antes de terminar la Segunda Guerra Mundial. Oro y plata en lingotes, diamantes, platino y valiosos objetos religiosos, incluida una estatua de Buda de oro que pesaba una tonelada, valorados en ciento noventa mil millones de dólares de los de 1943, fueron enterrados ahí junto con prisioneros de guerra aliados que habían sido forzados a cavar los túneles.
—Y entonces ¿qué ocurrió?
—Se está adelantando. Y aunque sé que la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta, déjeme disfrutar de las curvas. No sé cuántas historias más de Lila Dorada tengo dentro. Ya ve que no estoy muy bien de salud. —Tosió y se limpió la boca con la servilleta roja—. Los cartógrafos japoneses confeccionaron mapas de todos los escondites, y los contables del emperador marcaron cada baúl con un número de tres dígitos que representaba el valor de la carga de cada uno en yenes japoneses. Uno de los ciento setenta y dos vehículos tenía el «777», el equivalente a más de noventa mil toneladas métricas de oro, el setenta y cinco por ciento de las reservas oficiales de oro del mundo. Un valor de ciento dos billones de dólares estadounidenses del año 1945, cuando el tipo de cambio era de tres yenes y medio por dólar, una cantidad que empequeñece la deuda global actual y lo deja a uno aturdido. —Armitage hizo otra pausa.
Curtis parecía anonadado.
—Está hablando de billones de dólares según el tipo de cambio actual.
—En realidad son trillones, una cantidad tan extravagante que desafía cualquier realidad del universo conocido.
—Es imposible ocultar una conspiración de ese tipo. Alguien debía de saberlo.
—En efecto. Era un secreto demasiado tentador para mantenerlo oculto en un calabozo oscuro. A finales de 1944, Estados Unidos descifró las comunicaciones codificadas del Japón imperial y elaboró sus propios planes para hacerse con el botín. ¿Recuerda el famoso discurso de Roosevelt sobre la rendición incondicional de las potencias del Eje?
—Conferencia de Casablanca, enero de 1943 —dijo Curtis maquinalmente—. ¡Joder!
El viejo se rió.
—Roosevelt, el gran humanitario, no tenía en mente ninguna víctima cuando sorprendió a Churchill con sus precipitadas palabras.
—O sea que el gobierno lo sabía.
—Lo sabía Roosevelt. Lo sabía el presidente de Estados Unidos. Supongo que entiende la gravedad de la acusación.
—¿Y Churchill?
Armitage negó con la cabeza.
—Los estadounidenses descifraron los códigos y preservaron el secreto. Entre 1948 y 1956, agentes de la CIA iniciaron en Filipinas una recuperación clandestina. Tardaron cuatro meses en encontrar la primera cueva, situada a más de setenta metros de profundidad. Lila Dorada había sepultado el tesoro mediante una sofisticada técnica creada por ingenieros japoneses. Dejaron señales sobre cómo hallarla por medio de formaciones rocosas inhabituales y otros signos topográficos que disimulaban fácilmente su ubicación.
—¿Qué hicieron entonces con el oro?
—Una parte se convirtió en la base de los fondos para operaciones extraoficiales de la CIA durante los primeros años de la posguerra, cuyo fin era crear una red anticomunista mundial. Para garantizar lealtad a la causa, la CIA distribuyó certificados de lingotes de oro entre gente influyente de todo el planeta.
—¿Y el resto?
—Lo dejaron en la selva, a buen recaudo. Y allí sigue.
—Filipinas... ¿Lo sabía Ferdinand Marcos?
—Desde luego que sí. Lo descubrió en 1953. Naturalmente, en esa época él no era más que un modesto matón y un buscavidas. Sin embargo, tenía una ambición sin límites, algo que el gobierno estadounidense subestimó. Entre 1953 y 1970, con la ayuda de los prisioneros de guerra japoneses, Marcos desenterró seiscientas toneladas de oro..., hasta que a finales de 1971 encontró el mapa y se puso a trabajar en serio. Cuando hubo terminado, Marcos había sacado treinta y dos mil toneladas del tesoro oculto.
—¿Cómo?
—Uno de los prisioneros había formado parte del original Lila Dorada. A cambio de su libertad, dibujó a Marcos una pequeña sección del mapa, la parte que había memorizado en 1943.
—Han pasado veintiocho años. ¿Qué fue de él?
—Lo encontraron en una choza de la jungla con la garganta perforada quirúrgicamente.
—Su billete a la libertad, imagino.
—Imaginemos.
—¿Qué pasó con el oro de Marcos?
—Nuestro gobierno lo confiscó cuando Marcos fue derrocado.
—¿Alguien más conocía el mapa del tesoro?
—Nuestro gobierno segurísimo que no. Al menos no entonces.
—¿Y qué hay de los prisioneros?
—Está hablando de la mayor conspiración de la historia de la humanidad. La mayoría de quienes tuvieron la mala suerte de formar parte de Lila Dorada fueron enterrados con el tesoro. Son los supremos guardianes de la cripta.
—¿Incluso los soldados japoneses?
—Sobre todo ellos. ¿Quién más iba a saber dónde encontrarlo? ¿Los prisioneros de guerra? Todos estaban trabajando sobre el terreno. Nadie sobrevivió a la dura prueba. En 1982 leí un informe de una subcomisión del Congreso sobre el tema. —Armitage se recostó en la silla—. De todos modos, es una cuestión interesante. En el caos de los últimos días de la guerra, supongo que algunos de ellos podrían haber escapado de las garras de sus verdugos japoneses. ¿Sabe usted algo que yo no sepa?
—Es sólo un presentimiento, pero, como usted ha dicho, las posibilidades son escasas.
—Si alguien sobrevivió, ahora tendrá noventa años.
«Dieciséis testigos... dispuestos a testificar... tortura... crímenes contra la humanidad... Ejército Imperial japonés... todos muertos en accidente o por causas naturales. Menos uno. Akira Shimada. Roma. Mapa. Lila Dorada.
»El tercer hombre era el hombre de la galería. Tenía otras instrucciones. Creía que eras del mismo equipo. Por eso falló el tiro. Compartimentación. ¡Tú y el prisionero teníais que escapar! Con su ayuda. Pero tú no lo sabías. Quien lo envió no quería dejar cabos sueltos. Con el tercer hombre muerto, el vínculo con su escalafón también quedaba cortado. Y así sólo quedáis tú y el viejo.»
—¿Por qué sólo Filipinas?
—En ningún momento he dicho sólo Filipinas. En la jungla de Indonesia también se enterraron cofres de oro, platino, piedras preciosas y objetos religiosos de valor incalculable. En la historia contemporánea hay un episodio prácticamente desconocido: en 1955, el presidente indonesio Ahmed Sukarno, junto con otros dirigentes del Tercer Mundo, planeaba crear un banco secreto de países no alineados utilizando como garantía billones de dólares en reservas de oro de la Segunda Guerra Mundial que habían sido recuperadas.
—¿Por qué razón?
—La creación de una entidad tan poderosa cuyas reservas de oro dejaran pequeñas a las disponibles en Occidente habría hecho temblar de miedo tanto a los gobiernos occidentales como a la fraternidad bancaria euro-norteamericana.
—¿Cuál fue la reacción de Occidente?
—Enviar a Indonesia una delegación de alto nivel que, bajo los auspicios de la reconstrucción de la posguerra, discutió el asunto con Sukarno. A cambio, prometían más cooperación occidental, reconocimiento del régimen, protección contra sus enemigos, aranceles bajos para las mercancías indonesias, etcétera. Fue la primera misión exterior de Kissinger y su primer fracaso no oficial.
—¿Qué respondió Sukarno?
—Tras escuchar educadamente a los «rostros pálidos», les enseñó uno de los depósitos secretos en los que estaban ocultos objetos valiosísimos, gemas, joyas y una cantidad extraordinaria de metales preciosos. Había tal tecnología punta, incluso para los criterios actuales, que a su lado Fort Knox parecía un campamento de boy scouts. Los «rostros pálidos» no habían visto en su vida nada parecido. Había filas y filas de cajas de metales preciosos de la UBS, la Unión de Bancos de Suiza, cada una con barras de oro o platino J. M. Hallmarked de un kilo, cada barra con un certificado y un número únicos con el distintivo Johnson Mathey; certificados bancarios de depósito de oro y rubíes. En total, miles de toneladas. Tarjetas Vault Keys y Depositor ID de oro. Era como las mil y una noches. Tras recuperarse los visitantes del impacto, Sukarno les dijo que se fueran a freír espárragos. Kissinger explotó y amenazó personalmente con asesinarlo.
«Filipinas e Indonesia. Ferdinand Marcos y Sukarno.»
—¿Por qué ninguna de las partes afectadas entabló acciones judiciales para recuperar las propiedades robadas? Hay un período de cuarenta años en el que un país puede reclamar.
—¿Los gobiernos? ¿Y sacar a la luz toda la conspiración? Habría que tener nueve vidas para intentarlo. Métaselo en la cabeza, joven: las personas involucradas no tenían intención alguna de devolver el botín a sus legítimos dueños, se tratara de Marcos, Sukarno, Roosevelt, la CIA o cualquiera de los bancos que guardaron el tesoro en sus cámaras acorazadas.
Curtis arqueó las cejas.
—Sí. A veces la verdad supera a la ficción. ¿Quién controla las cuentas?
—Puedo decirle que una pequeña parte está controlada por el Vaticano.
—¡El Vaticano!
—¿Quién cree que ayudó a huir a los criminales de guerra nazis y japoneses hacia
Latinoamérica y Estados Unidos?
—¿La Santa Sede?
—Se hizo a través de monseñor Giovanni Montini, subsecretario de Estado durante la guerra.
Curtis exclamó:
—¿Conoce la famosa escena de la Capilla Sixtina, en la que Dios se inclina y casi toca la el dedo de Adán? A menudo me pregunto si Adán y Dios no estarían señalándose realmente el uno al otro, desafiándose mutuamente a asumir la responsabilidad de lo que sólo puede verse como una Creación bastante caótica. Ahora ya estoy convencido.
Armitage rio con amargura, aunque no captó la ironía.
—Ha dicho que una pequeña parte está controlada por el Vaticano. Si estamos hablando de trillones de dólares ¿cuán de pequeño es «pequeño»?
—Cuarenta y siete mil toneladas métricas de oro, cuyo valor sería de unos dos billones de dólares.
—¡Qué hijos de puta!
—Cuidado, esto es una blasfemia.
—Pues demándeme. ¿Qué hay del resto del dinero?
Armitage se encogió de hombros.
—Prefiero no saberlo. Créame, he procurado con todas mis fuerzas no enterarme de la identidad de esa gente, y al cabo de todos estos años sigo prefiriendo la comodidad húmeda de una cueva a un ataúd dos metros bajo tierra.
Curtis se tapó los ojos con la mano. Frente a él pasaron imágenes brillantes e impregnadas de detalles. Ahora los rasgos estaban vívidamente claros.
—Le estoy muy agradecido, Stephen —dijo, con la cabeza en otra parte—. A veces, en el engaño, lo mejor es la simplicidad avalada por la autoridad.
—Ya me temía que se quedaría un rato a oscuras. —Armitage observó a Curtis—. Así que, sea lo que sea, lo ha resuelto. Bravo... Lo suponía. Le he seguido el rastro. Ya sabe; las viejas costumbres no se pierden fácilmente. Lo que he visto me ha impresionado. En la vida hay mucho de intrascendente, y mucho de excepcional. Es usted un verdadero patriota. Dios, bandera, país.
—Todos cometemos errores. La juventud impresionable y todo ese rollo.
—El tiempo es algo valiosísimo, Curtis. Y los años enseñan muchas cosas. Quizá la vida tenía en mente algo distinto, algo más profundo y sutil. El problema es que soy demasiado viejo, y nunca entenderé por qué el mal es, en última instancia, más atractivo que el bien. —Apoyó la oreja en su mano blanca y temblorosa, y con el peso de la cabeza hizo crujir las articulaciones de los dedos—. Hay personas que cuando se desmorona su sistema de creencias no saben qué hacer.
Curtis asintió.
—Está usted frente a una de estas víctimas. No estoy orgulloso de ello, pero tampoco me avergüenza. —Se acercó y le tendió la mano—. Gracias de parte de los dos.
Armitage enarcó las cejas.
—¿«Los dos»?
—De mí y del hombre que no pudo terminar lo que empezó.
—De nada. Ahora lárguese de mi despacho. ¡Tengo cosas que hacer!
Curtis abrió la puerta. Según su reloj, habían pasado cinco horas.
—Stephen... —El erudito levantó la mirada—. Estoy en deuda con usted.

Continúa aquí.