Solzhenitsyn

“Los dirigentes bolcheviques que tomaron Rusia no eran rusos, ellos odiaban a los rusos y a los cristianos. Impulsados por el odio étnico torturaron y mataron a millones de rusos, sin pizca de remordimiento… El bolchevismo ha comprometido la mayor masacre humana de todos los tiempos. El hecho de que la mayor parte del mundo ignore o sea indiferente a este enorme crimen es prueba de que el dominio del mundo está en manos de sus autores“. Solzhenitsyn

Izquierda-Derecha

El espectro político Izquierda-Derecha es nuestra creación. En realidad, refleja cuidadosamente nuestra minuciosa polarización artificial de la sociedad, dividida en cuestiones menores que impiden que se perciba nuestro poder - (La Tecnocracia oculta del Poder)

viernes, 17 de octubre de 2014

Conspiración Octopus VII

Viene de aquí.

23

La Sala de Situación de la Casa Blanca es un espacio de dos mil metros ubicado en el sótano del ala oeste, utilizado por el gobierno como sala de reuniones y como centro de dirección de los servicios de inteligencia. Está gestionado conjuntamente por el Consejo de Seguridad Nacional y el Departamento de Seguridad Interior. Aquella mañana, las personas convocadas a una reunión de emergencia, y coordinadas por el jefe del Estado Mayor de la Casa Blanca, eran economistas gubernamentales de máximo nivel, en cuya experiencia y competencia se basaba la estructura económica del país. Esas personas estudiaban todas las variables imaginables y preveían las consecuencias financieras de una operación determinada. Todos los gobiernos del planeta les temían. Eran especialistas muy buscados, calculadoras humanas en cuyas recomendaciones y solvencia basaban los gobiernos su futuro económico. Sin embargo, no ejercían ningún poder militar, no comandaban ejércitos, no ordenaban actuar a submarinos nucleares ni a reactores supersónicos. Esas personas sabían que sólo entendiendo cómo funciona el dinero en tu favor puedes cambiar el mundo.

Larry Summers, brillante, con mucha experiencia y un ego descomunal, padecía un déficit de sensibilidad. Era director del Consejo Económico Nacional (NEC). Tradicionalmente, el director del NEC es el agente honesto del equipo económico. Dada su fama de fanfarrón, en la nueva administración muchos dudaban de que el señor Summers pudiera desempeñar esa función. Jim Nussle, director de Presupuesto de la Oficina de Gestión, era un republicano que gozaba del respeto de los dos partidos del Congreso por su capacidad para decir «no» a las cosas con las que no estaba de acuerdo. El jurado todavía estaba deliberando sobre si el señor Nussle era lo bastante duro con el lápiz rojo. La única mujer del equipo económico, Kirsten Rommer, era una estratega extraordinariamente, destacada historiadora económica, presidenta del Consejo de Asesores Económicos y principal rival de Summers en su disputa por la atención del presidente. Dicho esto, demasiada competencia de ideas puede generar el caos, y el presidente quizás incrementó el riesgo al crear aún otro organismo. Tras elaborar un programa en torno a la idea de «la economía primero», y ganar las elecciones por un amplio margen a su rival republicano, el presidente electo escogió a Paul Aletas Volcker, antiguo presidente de la Reserva Federal, como nuevo jefe de la Junta de Asesores para la Recuperación Económica, y a Austan Goolsbee, el
consejero que más tiempo llevaba a su servicio, como director de personal.

Volcker, partidario de Rockefeller, era un hombre de alianzas discutibles, famoso por fomentar el concepto de crecimiento cero y por justificar sus acciones con una expresión un tanto críptica: «Éste es el ámbito de los desconocidos conocidos.» Sabía cómo conseguir cosas en Washington. Eran tiempos delicados, y el presidente necesitaba de sus aptitudes.

Henry Kissinger dijo una vez que cada presidente debería tener un Larry Summers en su administración. Dijo lo mismo de Nussle, Rommer y Volcker. Al formar su equipo económico, el presidente electo había tenido en cuenta ese consejo.

Se apreciaba un marcado contraste con la anterior administración, en la que los economistas nunca tuvieron mucho peso, en la que los puestos clave estaban ocupados por confidentes familiares y mercenarios políticos. Uno era un ejecutivo de la industria farmacéutica, otro se encargaba de las relaciones de un banco de inversiones con el gobierno, y otros dos eran congresistas. Los cuatro habían estudiado Derecho.

Los miembros del equipo entraron discretamente en la sala y tomaron asiento en la mesa. Larry Summers se sentó a la izquierda del presidente. Jim Nussle, a la izquierda de Summers. Kirsten Rommer, en la segunda silla vacía a la derecha del presidente, en diagonal a Summers. Volcker se colocó en el lado opuesto de la mesa. Sufría fobia social aguda a causa de una misteriosa aflicción debido a la cual, con los años, sus pies habían crecido hasta alcanzar un tamaño desproporcionado. Por razones obvias, tomaba a mal su apodo de Aletas. Era una jerarquía arraigada en la lógica. De pronto se abrió una puerta y se unió a ellos un hombre alto y delgado que parecía salido de un anuncio del Wall Street Journal.
—Damas y caballeros, debido a la urgencia del asunto he pedido al secretario de Estado que nos acompañe en la reunión. —El secretario de Estado, Brad Sorenson, ocupó una silla vacía a la derecha del presidente. Saludó a todos los presentes con una inclinación de cabeza.
—Parece cansado, señor presidente —dijo Jim Nussle, una vez que todo el mundo estuvo sentado y se hubieron regulado las luces.
—Lo estoy —admitió el presidente—. Lamento haberles convocado con tan poca antelación. Estarán todos de acuerdo en que se trata de una emergencia nacional.
—Gracias por incluirnos, señor —dijo Kirsten Rommer.
El presidente asintió en silencio. Pulsó un botón incrustado en la mesa, frente a él.
—La primera diapositiva, por favor.
Se apagaron las luces, y en una pantalla de plasma extragrande apareció una imagen sobrecogedora. Las calles adoquinadas de Budapest..., una zona de guerra. Manifestantes provistos de bloques de hielo destrozando el Ministerio de Finanzas húngaro. Centenares de personas abriéndose paso a la fuerza hasta la asamblea legislativa.
—Damas y caballeros, esto es real. De momento, el colapso económico está afectando con más dureza a otros países industrializados. En todo el mundo, las bolsas emergentes están implosionando a un ritmo más rápido que el nuestro. Europa ha accionado el turbo debido a la falta de gas natural ruso de las últimas tres semanas. Al hundimiento económico se ha sumado el sufrimiento humano a causa del frío, con temperaturas en torno a los cero grados. Se han producido disturbios desde Letonia, en el norte, hasta Sofía, en el sur. En todo el mundo, desde China e India hasta Europa, los países industrializados se están preparando para el malestar social.
»No es una novela. No es La rebelión de Atlas. Tiene que ver con el momento actual. Nos afecta a todos. —Señaló las imágenes de la pantalla—. Ciudadanos enfurecidos por las estrecheces y la severa reducción de los salarios, luchando por su supervivencia. Ahora el descontento social pasa de estar en suspenso a arder en primera línea. Los líderes políticos y grupos de la oposición de lugares tan lejanos como Corea del Sur y Turquía, Hungría, Alemania, Austria, Francia, México y Canadá están pidiendo la disolución de los parlamentos nacionales.
—Esto es una locura —susurró alguien. Le siguió un silencio sepulcral.
—Comencemos por Europa. —El presidente hizo una pausa—. Kirsten, puede usted retomarlo desde aquí...
—Desde luego. —Kirsten Rommer se puso en pie—. Caballeros, la Unión Monetaria Europea ha dejado a la mitad de Europa atrapada en la depresión. Los últimos informes son catastróficos para los intereses estadounidenses y para la economía mundial en general. —Miró los ensombrecidos semblantes a su alrededor—. En Europa los acontecimientos se suceden con rapidez. En la región mediterránea, los mercados de bonos se hallan en alerta roja. Standard and Poor’s ha reducido la deuda griega hasta dejarla casi en nada, y el tejido social del país está deshilachándose antes de que empiece el dolor, lo cual es mala señal. Los gobiernos español, portugués e irlandés se muestran reacios a pagar su deuda a corto plazo, poniendo en peligro la solvencia del sistema financiero. —Se aclaró la garganta—. Siguiente diapositiva, por favor. —Se oyó un clic, y apareció un gráfico de barras tridimensional—. Un gran anillo de países de la UE que se extiende desde Europa oriental al Mare Nostrum y las tierras celtas está en una depresión como la de la década de 1930, o lo estará pronto.
»Cada uno es víctima de las políticas económicas poco sensatas que le fueron endilgadas por élites esclavas del proyecto monetario europeo, en la UME o a punto de incorporarse a la misma. —Kirsten Rommer se desplazó por la estancia—. Los países bálticos y el sur de los Balcanes han sufrido los peores disturbios desde la caída del comunismo. El actual déficit por cuenta corriente de Letonia llega al veintiséis por ciento del PIB. En Lituania, los antidisturbios dispararon balas de goma contra una manifestación sindical. Los perros persiguieron a los rezagados hasta el río Vilnius. El miércoles, una concentración frente al parlamento de Estonia, en Tallin, terminó de forma violenta. Murieron varios manifestantes. El inevitable descalabro está resultando épico. La presidenta del Consejo de Asesores Económicos miró al fondo de la sala.
—Siguiente diapositiva, por favor. —En la pantalla apareció un documento con el membrete Confidencial en rojo—. Pese al vendaval de mentiras de los funcionarios letones y de la Unión Europea, ciertos documentos filtrados revelan que el Fondo Monetario Internacional pidió a Letonia la devaluación como parte de un rescate conjunto de setecientos cincuenta mil millones de euros. Para compensar, se están transfiriendo responsabilidades a los contribuyentes de Alemania, la economía europea más fuerte.
—¿Y qué pasará cuando los abnegados ciudadanos alemanes se enteren? —Era la primera vez que hablaba Sorenson. Rommer y el presidente miraron al secretario de Estado, pero no dijeron nada.
—De todos modos, esto sólo es la vertiente económica. Hay otras consecuencias —terció el presidente de Estados Unidos—. Damas y caballeros, aquí hay tanto de política como de geografía. Se está creando un nuevo orden basado en la geografía y el dinero, pues la geografía determina la toma de decisiones económicas.
Apareció otra diapositiva en la pantalla. Alguien se aclaró la garganta. Otro se removió, nervioso, en el asiento.
—Señor secretario, prosiga. —Un hombre alto y delgado se levantó, se arregló la corbata y se acercó a la pantalla.
—Buenos días a todos. No hay tiempo para cortesías, así que, si no les importa, iré al grano. —Miró un papel que tenía delante—. Los países árabes han perdido cinco billones de dólares, el sesenta y cinco por ciento de sus inversiones, y han cancelado o aplazado el ochenta por ciento de sus nuevos proyectos de desarrollo. Ya saben, esos hoteles en los que se puede esquiar dentro cuando fuera el termómetro marca cuarenta grados. Esta paralización hará que en los países árabes productores de petróleo se genere malestar social y que de inmediato lleguen la pobreza, el hambre y las enfermedades. Los lujos de los príncipes se verán ahora en marcado contraste con la vida de sus súbditos. Así pues, la geografía nos proporciona nuestra primera falla tectónica política. —En la pantalla se dibujó un mapa del mundo—. Desde el sur del Báltico, pasando por Grecia y Turquía, y luego abriéndose en abanico por Oriente Próximo, hay una nueva frontera de inminente agitación.
—Esto es sumamente preocupante, señor presidente —terció Paul Volcker, incrédulo—. Supongo que es inevitable preguntar cuándo nos afectará a nosotros.
—Brad... —dijo el presidente en voz baja.
—Sí, señor presidente. Aquí habrá malestar, que se producirá de una manera convulsa en el plazo de seis meses como máximo. Los dos estados con más probabilidades de padecer descontento social son Michigan y Ohio, que han sido duramente golpeados por la destrucción de empleo. Ohio es el que más debería preocuparnos. Ya asolado por despidos masivos en el sector automovilístico y otras quiebras empresariales importantes, sus zonas industriales están muy cerca de Kentucky, Virginia Occidental, Indiana y Pensilvania, donde hay mucha leña que puede arder. Si esto se extiende, lo hará como un reguero de pólvora.
—La serpiente que se come su propia cola para alimentarse. Así funciona el dinero..., de momento —señaló Larry Summers con tono sarcástico.
—Pero hay más. La agitación social de Ohio podría contagiarse fácilmente a estados limítrofes y cruzar otra falla que corre de este a oeste, separando el norte y el sur: la línea Mason-Dixon. Podrían desencadenarse otros terremotos. Al este de Ohio están Pensilvania y Nueva Jersey.
La reunión estaba en su ecuador. El equipo económico exploraba las cuestiones más destacadas mientras el presidente tomaba notas bajo el resplandor de la lámpara Tensor.
—¿Cuánto dinero necesita el gobierno de Estados Unidos para mantener la economía a flote y una fe moderada en el dólar? —El presidente miró a su consejero económico de más rango—. ¿Larry?
—Un mínimo de dos mil ochocientos millones de dólares diarios en inversión extranjera directa, en buena parte mediante la compra de pagarés del Tesoro para atender a la economía y abonar intereses, aunque una cifra más realista se acercaría a los cuatro mil millones.
El presidente guardó silencio durante lo que pareció una eternidad.
—En estas circunstancias, ¿es posible que algún gobierno extranjero...? Quiero decir...
—No hay la menor posibilidad, señor presidente —lo interrumpió el hombre.
El presidente de Estados Unidos cruzó los brazos y se reclinó en la silla, absorto en sus pensamientos.
—Entiendo. —Hizo una pausa—. ¿Qué opciones tenemos?
—Hace un mes disponíamos de dos opciones: el Programa de Rescate de Activos con problemas y el Fondo de Estabilización —dijo Larry Summers con tono sombrío.
—¿Hace un mes? ¿Significa eso que estas opciones ya no están sobre la mesa?
Summers tragó saliva.
—Sí, señor. El Programa de Rescate ha sacado de apuros a las empresas. —Pasó la hoja del bloc—. El Fondo de Estabilización garantiza la inversión directa en la economía por parte del gobierno de Estados Unidos, en caso de que fallen las otras alternativas para asegurar los fondos necesarios. Garantiza que el gobierno no incumplirá sus obligaciones con sus ciudadanos.
—Eso era hace un mes, ¿no?
Summers asintió en silencio.
—¿Y ahora?
Al director del Consejo Económico Nacional se le endureció la expresión. Miró a todos los presentes en la sala. Por fin habló:
—Ahora, señor, el dinero ha desaparecido.
—¿Qué insinúa? —preguntó el presidente con tono tétrico.
—Que ha desaparecido.
—¿Por qué no he sido informado?
—Porque nos enteramos hace poco.
—¿Cuándo?
—Ayer. Señor presidente, por eso insistí en celebrar esta reunión de urgencia.

24

—BS Bank Schaffhausen. Cajas de seguridad anónimas. —Simone lo sabía. Les había dado el nombre del banco sin pararse a pensarlo. Se acercó al sofá y sacó del bolso una arrugada tarjeta comercial con dos rectángulos plateados sobre un nombre. El banco ofrecía servicios en depósito con código fuente informático y copia de seguridad digitalizada sin rostro—. Cualquiera puede entrar y, mediante la combinación correcta, sacar el contenido —explicó—. Fue idea de Danny. Siempre pensé que era una tontería, hasta que le vi la cara cuando le pregunté sobre PROMIS.
—Suponiendo que la combinación de número y palabra sea correcta, lo que es mucho suponer, debo entrar, abrir la caja, sacar lo que haya dentro y largarme sin ser visto —dijo Curtis.
—Querrás decir que entramos, abrimos la caja y sacamos lo que haya dentro —soltó ella.
—No, lo haré yo solo.
—¿Cómo? —En las palabras de Simone se apreciaban rastros de tirantez. Se dirigió deprisa a la ventana, que abrió de golpe. Notó el viento frío en la cara.
—Es demasiado arriesgado. No puedo hacerlo si además tengo que cubriros.
—Yo voy contigo, Curtis. —Simone lo miró con resolución y miedo.
—No puedo dejar que vengas conmigo. Ignoro qué peligros puede haber, y no quiero que te expongas..., por mi propio bien.
—Suponemos que tendrán el banco vigilado. Pero en esta ciudad hay muchos bancos. ¿Cómo sabrán cuál es? —señaló Michael.
—Lo sabrán.
—¿Cómo?
—Es fácil. Sólo tienen que seguirnos.
—¿Crees que nos están siguiendo? —intervino Simone.
—Desde mucho antes de que supierais lo que estaba pasando.
—¿Por qué no dijiste nada? —preguntó ella.
—Estuvo clarísimo desde que registraron el apartamento de tu hermano.
—¿Crees que lo hicieron para inducirnos a actuar?
—Es lo que habría hecho yo —respondió Curtis.
—¿Cuánta gente habrá trabajando para ellos? —dijo Michael.
Curtis sacudió la cabeza.
—Si se trata de una organización de múltiples niveles, suficientes para vigilar todas las esquinas del país.
—Exageras... No podían saber adónde iríamos. Piensa que hay muchas variables implicadas. Y si nos encuentran, ¿qué harán? ¿Nos matarán ante cientos de testigos?
—¿Matarte a ti? Ya veo que no lo entiendes, Simone. —Curtis buscó la forma de hacerle comprender—. Te matarán, sí, pero después. Cuando acaben contigo, habrás deseado estar muerta hace mucho tiempo. Primero os secuestrarán, a menos que tú y aquí el señor Indiana Jones dominéis habilidades de autodefensa que yo mismo desconozco. Después os ofrecerán algo a cambio de información, y entonces yo estaré contra un ejército entero de tipos malos intentando sacaros de ahí mientras me mantengo sano y salvo. Si me niego a hacerlo, te torturarán mientras Indiana mira. A continuación torturarán a Indiana Jones mientras miras tú. Al final, tras no sacar nada de vosotros y darse cuenta de que realmente no sabíais nada de importancia, os matarán.
—¿Mala planificación?
—Podrías llamarlo así.
Simone habló con firmeza.
—Es mi hermano, Curtis.
El ranger se acercó despacio y posó sus manos en los delicados hombros de Simone.
—Todo irá bien, te lo prometo. Hay un elemento sorpresa del que no hemos hablado. Recuerda, no tienen ninguna descripción física mía, es decir, que puedo entrar y salir sin ser reconocido..., y esto sólo es posible si lo hago solo.
Michael se desanudó la corbata antes de intervenir.
—Supongamos que obtienes la información. Necesitamos un lugar donde desaparecer.
—Un hotel —añadió Simone.
—No, no podemos correr riesgos. Todos los lugares públicos estarán vigilados. Hay demasiado en juego. Necesitamos un sitio donde estemos seguros.
—¿Y cómo vamos a encontrarlo?
—Tengo un viejo amigo —dijo Curtis secamente.
—¿De confianza?
—Respondería de él con mi vida.
—¿Incluso en estas circunstancias?
—Era mi oficial al mando cuando me alisté en el ejército. Acabé en las Fuerzas Especiales por recomendación suya.
—O sea que es militar —dijo Simone.
—Lo que significa gobierno —añadió Michael.
—Está fuera del gobierno. Fuera, pero en cierto modo dentro. En la esfera internacional.
—¿La OTAN?
—No.
—¿Carlyle? ¿Blackwater?
—¿Trabaja para Blackwater? —soltó, airada, Simone.
—¡Ya basta! No trabaja para Blackwater y no está en la OTAN.
—¿Quién es, entonces?
—No habéis oído hablar de él. Es banquero.
—¿Y tiene influencia?
—Mucha. Tiene un cargo de gran responsabilidad en el Banco Mundial.
Simone alargó la mano y le tocó el brazo.
—¿Qué le contaremos?
Curtis frunció el ceño y le cubrió la mano con la suya.
—Lo imprescindible. Debemos cubrir los flancos.
—¿Crees que...? —Simone preguntaba con los ojos como platos.
—Desde luego que no. Pero si algo falla, no quisiera perjudicarlo. Recuerda que el otro bando está jugando en serio.
—Con sus contactos también podría ayudarnos a llegar al fondo de todo esto —señaló Simone.
—Simone, la causa subyacente a todo mal es el dinero. El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional son la encarnación del dinero. Hasta que averigüemos a qué nos enfrentamos, dejemos a mi amigo fuera de esto, por su propio bien.
Curtis sacó su BlackBerry militar, con seguridad VASP invulnerable a los hackers. Marcó un número no incluido en la agenda y esperó. Por fin, contestó una voz masculina.
—¿Hola?
—Hola, Cristian —dijo Curtis tras una pausa—. Incluso para contestar el teléfono tienes la virtud de la paciencia. —Otra pausa.
—Esto cierra el paso a los invitados no deseados. Me preguntaba si tendría noticias tuyas. Roma está en todos los noticiarios.
—¿Cómo supiste que era yo?
—No fue difícil. Pocos hombres que yo conozca lo habrían conseguido.
—¿Y qué hay de los que no conoces?
—A la larga habría acabado enterándome. Suele pasar cuando administras el dinero. Vaya, es estupendo saber de ti. Pero..., intuyo que es algo más que una llamada de cortesía.
—Siempre has sido muy perspicaz.
—Va con el cargo.
—Supongo que sí. El caso es que estoy con un par de amigos y tenemos un problema. Necesitamos un sitio donde escondernos.
—Problema resuelto. ¿Está relacionado con Roma?
—Tal vez.
—¿Cuándo te veré?
—Hoy mismo, después de que anochezca —dijo Curtis.
—Mandaré a mi chofer.
—No. Cuanta menos gente implicada, mejor.
—Tan prudente como siempre. Lo haremos a tu manera. —Cristian se rió—. Me fascina tu estilo.—Por supuesto. De lo contrario, el sistema no funcionaría.
Los dos hombres se despidieron. Salvo por la agitación en su mente, Curtis estaba sereno. «Cubrir los flancos. Tener un lugar donde quedarse, ser invisible, pensar y planear. ¿Quién es esa gente?» No dejaba de repetirse a sí mismo que lo hacía por su amigo, y por Simone y su hermano, pero en el fondo Curtis Fitzgerald sabía que aquello se había convertido en algo personal. Pero ¿cómo? ¿Y por qué? ¿Era Josh? ¿La guerra? ¿La falsedad de todo? Siempre era difícil asumir que algunas cosas no podían ser explicadas. La lógica debería esperar.
—Un directivo del Banco Mundial llamado Cristian —dijo Michael sonriendo y levantando una ceja—. ¿Se trata de Cristian Belucci, vicepresidente ejecutivo del Banco? ¿El hombre que ha convertido la portada de Time en su territorio predilecto? —Estaba anonadado—. Impresionantes credenciales, oficial. ¡Nunca me hablaste de amigos de tan alto copete!
—Nunca preguntaste.
—¿Cómo es ese hombre? Ya sabemos algunas cosas, claro. Un fin de semana está jugando a polo en Sudáfrica, otro corriendo en los encierros de Pamplona y otro en Londres asistiendo a un baile con la reina.
—Me lo imagino más bien andando detrás de los toros. Jamás le he visto correr.
—¿Hablas en serio? —dijo Simone.
—Me temo que sí. Lo atestigua una cicatriz de veintidós centímetros que tiene en la parte interior del muslo derecho.
—Un chico travieso —soltó Simone sacudiendo la cabeza.
—¿Cómo dio el salto del ejército a la banca? —inquirió Michael.
—Pertenece a un linaje de banqueros. Su abuelo fundó un banco a mediados del siglo XIX, el único de la época en Georgia, y me parece que también fue presidente de una importante entidad financiera en Nueva York.
—Su padre subvencionó una de nuestras excavaciones —dijo Michael—. Creo que era presidente del Bank of America.
Curtis se metió las manos en los bolsillos y se acercó a la ventana con aire desenfadado.
—Cristian Belucci será amigo tuyo —siguió Michael—, pero para el resto del mundo es una celebridad.
—Curtis, ¿estás seguro de que no atarán cabos? —preguntó Simone.
—Imposible. Las conexiones son demasiado profundas. Y recuerda, ellos no saben quién soy.

25

Larry Summers pulsó un botón verde de debajo de la mesa.
—Damas y caballeros, permítanme que hable claro. Es la peor crisis de la historia de nuestro país. Con permiso del señor presidente, he pedido que nos acompañen tres de nuestros jefes militares de alto rango. El presidente y yo creemos que tienen mucho que aportar a esta discusión.
Se abrió la puerta y entraron tres hombres de uniforme. Uno era el vicealmirante Alexander Hewitt, director de la FEMA, Agencia Federal de Gestión de la Emergencia. Actuando al margen de la constitución, garantizaría la continuidad de la acción política en el caso de un ataque demoledor que dejara inoperante al gobierno federal. La FEMA seguía siendo uno de los secretos mejor guardados de la administración de Estados Unidos, y tenía su protegida sede en el monte Weather, Virginia. Bajo la presidencia de Bill Clinton, el director de la FEMA pasó a ocupar un puesto del gobierno, razón por la cual el vicealmirante Hewitt tomó asiento frente a Paul Volcker. El segundo hombre era William Staggs, coordinador de la Oficina de Estado de Preparación Nacional. Ésta se encargaba de poner en práctica las resoluciones políticas en épocas de emergencia. El actual colapso financiero sin duda podía encuadrarse en esta categoría. El tercer hombre que se incorporaba a la reunión era el general Joseph T. Jones II, el coordinador de mayor rango del Departamento de Seguridad Interior.
—Podemos reanudar la discusión, pues estos caballeros han estado siguiendo su desarrollo desde la sala contigua —dijo el presidente.
—¿De cuánto dinero estamos hablando? —preguntó el secretario de Estado, perplejo.
—De billones de dólares.
—Larry, esto es inadmisible. ¿Has perdido el juicio? ¿Qué demonios estás dirigiendo?
—Ni más ni menos que una organización muy eficiente que ha conseguido evitar una debacle de la economía en la primera semana de la llegada al poder de esta administración, hace menos de dos meses.
—Entonces ¿cómo diablos ha pasado esto?
—No lo sabemos. No tengo una explicación lógica de cómo han desaparecido billones de dólares.
—¿Cómo se lleva alguien billones de dólares sin que el gobierno esté sobre aviso? —preguntó el vicealmirante Hewitt.
—Son números en una pantalla. No es efectivo real. Alguien entró en un sistema inexpugnable y robó todo el dinero sin dejar rastro. Es más, ese alguien, con unos conocimientos técnicos obviamente extraordinarios, había cerrado el sistema de tal modo que no pudimos abrirlo hasta anoche.
—Entonces ¿por qué no se informó de ello, tres días? —preguntó Hewitt.
—Si la prensa llega a saber algo, nos estalla la guerra civil en las manos. ¿Es esto lo que quiere? ¿Es esto lo que quiere la FEMA? De hecho, ustedes llevan más de tres décadas preparándose para esta eventualidad.
—¡Ya basta! —interrumpió el presidente de Estados Unidos.
Se hizo el silencio en la sala, una admisión de lo inimaginable. Lo rompió el general Joseph T. Jones II.
—Evidentemente, nadie cree que la crisis fuera imprevista. Pero ¿cómo hemos llegado a esta situación? —Cogió sus notas y miró al director del Consejo Económico Nacional.
—Protegiendo los préstamos predatorios y dejando que la crisis creciera. Podemos agradecérselo a la administración anterior y sus ocho años de ineptitud —contestó Summers.
—¿Cómo lograron esta proeza sin la supervisión del Congreso?
—Mediante una desconocida Agencia Federal del Tesoro llamada Agencia de Control de Divisas, OCC —respondió Rommer.
—Jamás había oído hablar de ella —terció Nussle con tono glacial.
—La OCC existe desde la Guerra Civil —explicó Rommer—. Su misión es garantizar la solidez fiscal de los bancos nacionales. Durante ciento cuarenta años, examinó los libros de los bancos para asegurarse de que las cuentas cuadraban, una tarea importante pero no polémica. Sin embargo, en 2003, por primera vez en la historia, en el punto álgido de la crisis de los préstamos predatorios, la OCC se acogió a una cláusula de la ley del Banco Nacional de 1863 para emitir dictámenes formales que reemplazaron las leyes sobre préstamos predatorios, con lo que las volvieron inoperantes.
—De modo que se utilizó una agencia federal como instrumento contra los consumidores —dijo Nussle.— Con la connivencia del anterior presidente —añadió Rommer.
—¿Y dónde está la autoridad del Estado en estos casos? ¿Miran a otro lado? —preguntó el hombre de Estado.
—Al contrario. Los cincuenta fiscales generales presentaron una moción en el Tribunal Supremo para que la decisión de la OCC fuera anulada. Al frente estaba el fiscal general del estado de Nueva York, quien emprendió una cruzada personal contra la administración.
—Eliot Spitzer —aclaró Sorenson.
—Así es. Spitzer mandó al Washington Post una opinión opuesta al editorial avisando de las prácticas del gobierno sobre los préstamos predatorios.
—¿Y tuvo algún impacto?
—Si lo tuvo, no fue el que esperaba Spitzer. A las tres semanas de haberse publicado el artículo, el New York Times aireó un encuentro de Spitzer con una prostituta. El día que apareció el artículo en la página web del Washington Post, su hotel estaba vigilado por agentes federales.
—¿Coincidencia?
—Sólo si uno cree en el ratoncito Pérez, la alfombra mágica, la lámpara de Aladino o Santa Claus.— De todos modos, la insistente obstrucción del Tesoro a partir de entonces, pese a la oposición unánime de los cincuenta estados, da a entender que estaba en juego una intención política de más amplio alcance —dijo Nussle.
—En la misma línea —señaló Summers—, la interminable burbuja inmobiliaria permitió a la anterior administración compensar el coste añadido de un billón de dólares de su desgraciada aventura en Iraq al crear títulos espurios que se vendieron por cientos de miles de millones, no sólo en Estados Unidos sino en todo el mundo.
—Y entonces el sistema de crédito internacional se colapsó debido al exceso de préstamos hipotecarios contaminados —terminó Volcker.
—A largo plazo, era una decisión política incorrecta. Sin embargo, estás sugiriendo que el anterior presidente lo hizo todo a propósito.
—Porque a corto plazo la crisis financiera y el rescate les permitieron iniciar una guerra costosa sin sufrir la debilitante inflación que provocó en Estados Unidos la Guerra de Vietnam.
Hubo una pausa.
—Ahora quiero estudiar la posibilidad de una guerra, en casa o en el extranjero. —El presidente asintió hacia el secretario de Estado.
—Gracias otra vez, señor presidente. Norteamérica superó la depresión de la década de 1890 con la Guerra de Cuba. Sólo se salvó de la Gran Depresión de la década de 1930 con la Segunda Guerra Mundial. Y salió de la recesión de finales de la década de 1940 gracias a la Guerra de Corea. Ahora, dada la crisis actual, que nos afecta tanto a nosotros como al resto del mundo, debemos afrontar el peligro de otra guerra. —Hizo una pausa—. Tras los episodios de Letonia,
Hungría, Lituania, Islandia, Alemania y Reino Unido, nos quedan pocas opciones.
El presidente miró el reloj.
—Es bastante tarde, damas y caballeros. Cancelen su agenda para mañana. Ésta es una prioridad A-1. Les veré aquí a las cuatro de la tarde. Buenas noches a todos.

26

Se pusieron en marcha pasada la medianoche. Pero la hora no importaba. Cristian lo entendería. No tardaron más de veinte minutos en detenerse frente a un edificio de piedra roja un tanto ruinoso, rodeado en un lado por un jardín descuidado y en el otro por un campo de juegos en miniatura. Simone y Michael se quedaron sorprendidos por la austeridad de la fachada, pues sin duda imaginaban que el famoso banquero viviría en uno de los edificios más emblemáticos de Nueva York. Llamaron por el interfono y entraron al instante. Una maciza doble puerta de hierro forjado, enmarcada sin pretensiones por un tubo de hierro, se cerró tras ellos con un lúgubre golpe. Atrás quedaba el murmullo del tráfico nocturno.
—¿Estás seguro de que es aquí? Ha pasado mucho tiempo —preguntó Michael.
—Las apariencias engañan —gruñó Curtis.
—Estaba bromeando, no lo tomes como algo personal —replicó Michael con tono agrio.
Pasaron frente a una ancha escalera de piedra en el centro del vestíbulo y subieron a un viejo y destartalado ascensor. Curtis pulsó la A del ático. El ascensor gimió cuando llegó a la primera planta, dio una sacudida vacilante cuando pasaron la segunda, desaceleró en la tercera, avanzó a trompicones al superar la cuarta, aceleró en la quinta y se paró a regañadientes en el ático, jadeando, mientras se desembarazaba de sus tres ocupantes. Simone suspiró de alivio. Como fruto de una señal convenida, se abrió la pesada puerta y apareció la delgada y adusta figura de Cristian Belucci. La bata de seda le daba un porte regio. Rondaba la setentena y tenía el blanco pelo largo y suelto hasta los hombros, con la raya a la derecha para disimular las entradas.
—Mi querido Curtis, ¿cómo estás? ¡Han pasado tres años..., no, cuatro! —gritó el banquero con su voz aguda mientras se le acercaba con las manos extendidas. Lo miró de arriba abajo—. Pero bueno, ¡si pareces recién salido de Auschwitz! ¿Qué te ha pasado?
—Es una larga historia.
—Tengo mucho tiempo. —Se volvió hacia sus amigos—. Pido disculpas. Hacía tiempo que no nos veíamos. Me llamo Cristian Belucci. Y vosotros seréis...
—Yo soy Simone Casalaro y él es mi amigo Michael Asbury.
—¿El arqueólogo?
—En realidad, historiador de arcanos —le corrigió Michael.
—Sí, claro, ya me acuerdo. Coincidimos en...
—En Washington, en una recaudación de fondos.
—El Smithsonian.
—Exacto.
—Bueno, vaya sorpresa... —Cristian miró a Curtis—. No sabía que tenías amigos tan exquisitos.
—Él tampoco mencionó su nombre —señaló Michael.
—No me gusta alardear. —Curtis se encogió de hombros.
Todavía en el rellano, charlaron animadamente. Curtis miró, ansioso, hacia el interior iluminado.
—Oh, claro. Perdonad, por favor. Qué descortés por mi parte... —dijo el banquero—. Bienvenidos a mi humilde morada.
Simone fue la primera en cruzar la puerta y quedarse boquiabierta. El estudio de Cristian no se parecía a ningún otro espacio que hubiera visto antes. En todo caso, no era precisamente lo que uno llamaría humilde morada. Tenía más de opulencia exagerada: dos alas, conectadas por una tercera que corría paralela al río, altísimas ventanas con vidrieras de colores, suelo de mármol, frescos dedicados a las glorias de Venecia del siglo XVI y piedra de color gris cremoso. El espacioso salón rectangular, contenido en las tres alas, estaba flanqueado por hornacinas que albergaban estatuas de artistas ilustres del Renacimiento. Un imponente patio cuadrangular daba paso a otra terraza con vistas magníficas sobre la ciudad. Simone miró alrededor mientras se dirigía al centro de la estancia.
—Iban a tirar el edificio abajo —dijo Cristian como disculpándose—. Así que compré los cuatro pisos y construí esto en el ático. Voy a encender la luz. Es mejor si está iluminado. —De pronto, centenares de bombillas resaltaron el esplendor del lugar. Simone soltó un breve grito.
—¡Es exactamente igual que la sala Tribuna de la Galería de los Uffizi en Florencia! — exclamó, incrédula.
—Es más bien una buena copia —indicó Cristian—. Encargué a un arquitecto de la familia, Francesco Buontalenti, que me hiciera una réplica de los Uffizi. Claro, viviendo en Nueva York la echo mucho de menos.
Construida sobre un plano octogonal, la Tribuna se inspiraba en la Torre de los Vientos de Atenas, descrita por Vitrubio en su primer libro de Arquitectura. La estructura contenida en ella era un tema cósmico que aludía a los cuatro elementos del universo. Largos manuscritos extraídos de libros, notas indescifrables escritas con mano firme en innumerables hojas de papel, hileras y más hileras de estantes con libros... Simone estaba asombrada por la magnificencia que la rodeaba.
—¿Vive usted aquí?
—Aquí es donde existo, Simone. Éste es mi mundo, provisto de todas las comodidades necesarias. La verdad es que no me prodigo mucho en sociedad. De hecho, Curtis puede confirmártelo, nunca me he sentido cómodo entre la multitud. Aquí puedo estar solo —dijo en voz baja, mirando a lo lejos.
—¿Y de dónde saca el tiempo? Siempre está asistiendo a fiestas, actos benéficos, o hablando en reuniones internacionales —comentó Simone.
—Es parte de una actuación cara, Simone. Pero va con el cargo.
Llovía ligeramente. El cielo anaranjado daba paso a un gris sombrío. A lo lejos se oyó un estruendo, y las sobresaltadas palomas alzaron el vuelo. Cristian se acercó a un armario de pared y tiró de una palanca. Tras él apareció un bar bien surtido. Abrió una botella de Single Malt Scotch Whisky y se sirvió un trago.
—¿Alguien quiere beber algo? Tengo una excelente selección de cosechas.
Simone miró a Curtis.
—Me apetece una taza de té, gracias.
—¿Y tú, Michael?
—Tomaré un scotch, si no le importa.
—Curtis, querido —dijo Cristian, andando con el garbo de un bailarín—, ya conoces las normas de la casa. Dejémonos de ceremonias. Sírvete tú mismo lo que quieras. Y a partir de ahora —se volvió y miró a los otros dos—, esta regla es aplicable también a vosotros. —Meneó el dedo en broma ante Michael y Simone—. Y bien...
Cristian se sentó en una butaca de su biblioteca repleta de libros y cruzó las piernas. Observó a su amigo en silencio, absorbiendo todos los detalles como un banquero de inversiones que asimilara un balance. Curtis se sirvió una copa y se volvió para mirarlo.
—Sé que te mueres de ganas por preguntar. Pues venga, adelante.
—De acuerdo —dijo el banquero, bajando el vaso—. ¿Qué pasó en Roma?
—Mi compañero y yo debíamos custodiar a un viejo testigo japonés. Tenía que ver con los crímenes contra la humanidad. De hecho, no conozco toda la historia. El conjunto de la operación estaba muy compartimentado. Era una acreditación Cuatro Cero, un asunto de prevención máxima, del presidente de Estados Unidos a través de Naciones Unidas. Aquella misma mañana iban a ponerlo bajo custodia de la ONU. Alguien se enteró e introdujo a su propio equipo en la ecuación. Su plan era llevarse al viejo, matarlo y borrar la pizarra. Al parecer, se trataba del último testigo vivo. Eran criminales de guerra, de la peor calaña, pero él quería contar una historia que alguien deseaba oír.
—¿Una historia de hace sesenta años? —señaló Cristian—. Interesante. Ya sabes, el desconcierto es el arma más poderosa. No, es la segunda, detrás del miedo. El secreto será de gran importancia si han llegado al extremo de intentar eliminar todo rastro del mismo. Pero ¿por qué ahora?
—Eso quisiera saber yo...
—Una invitación a una decapitación —añadió despacio Cristian—. Pero ¿de quién? ¿Qué le pasó a tu amigo?
—Murió en el fuego cruzado.
—Daño colateral, como habrías podido caer tú. Evidentemente, alguien pensó que eras prescindible.
—Pues se equivocó.
—En efecto. ¿Quién se chivó? ¿Alguien del gobierno?
—No lo creo. Cuatro Cero es algo estrictamente reservado. El círculo es reducidísimo.
—¿Y la Interpol?
—Tal vez. Era una XD Prioridad Máxima Etiqueta Roja.
—¿Naciones Unidas? —preguntó Cristian sin dar crédito, alzando la voz.
—No lo sé. Era HCM, material muy confidencial.
—Cierto. Muy compartimentado. ¿Quién lo sabía en la ONU?
—La comisionada para los Derechos Humanos y sus dos colaboradores de más confianza.
—Eso será territorio de Arbour. —Cristian hizo una pausa y descruzó los brazos—. Hemos coincidido algunas veces en actos internacionales. Es tranquila, rigurosa, brusca y sobre todo exigente. Para algunos una arpía, pero yo no sería tan duro. Al fin y al cabo, es una mujer inteligente que destaca en un mundo de hombres. Una buena chica francocanadiense de Shefferville que, por instinto, supo cómo abrirse paso a empujones. Si quisieran sobornarla, no tendrían ninguna posibilidad.
—Parece una contradicción.
—¿Cuál?
—Tranquila, rigurosa, brusca...
—Sólo los ideólogos se permiten el lujo de gritar. En general, las personas inteligentes tienen otras cosas en la cabeza.
—No me pareció una ideóloga.
—O sea que la conoces.
—Fue a verme al hospital en Roma.
Cristian asintió.
—Ajá. Propio de Louise. Es muy leal a la gente como tú, tranquila y eficiente. —Se incorporó —. Las historias que tú y ella podéis contar son distintas, pero están atravesadas por temas comunes. Violencia, muerte, dolor, pérdida o apariencia de pérdida, y finalmente memoria. En las guerras las personas cambian. —Alzó la mano, como previendo la siguiente pregunta de Curtis.
—¿Y tú? No salgo de mi asombro. Fama, gloria, aventuras... —comentó Curtis.
Cristian torció el gesto.
—Te has olvidado de la fortuna. Un idiota de Money Magazine me ha incluido en la lista de las doscientas personas más ricas del mundo.
—¿Y?
—Chismorreos aburridísimos. Ya conoces la historia. Vietnam, servicio civil, Harvard, negocio familiar, matrimonio feliz..., cáncer, luego la muerte de ella, alcohol para ahogar las penas, y después nada.
—¿Cómo lo llevas?
—Me temo que mal. No negaré que intento desesperadamente llenar el vacío cruzando el globo en busca de causas justas en las que colgar mi sombrero filantrópico y distraerme. —Hizo una pausa —. Al menos de forma temporal.
Allí estaban las imágenes, los indescriptibles momentos recordados, expulsados
provisionalmente de su vida sólo para levantarse y atacarlo cada vez que se negaban a permanecer enterrados. Cuánto deseaba el olvido, un indulto temporal, aunque lo bastante largo para ahogar su tristeza y hacer que se desvaneciera la pesadilla, sólo una vez más. Tenía la mirada perdida, nublada. Cristian tomó un sorbo de su copa antes de continuar:
—Ah, me olvidaba... —Metió la mano en el bolsillo y sacó una tarjeta—. Si hay alguna urgencia, por favor, llama a este número. Aquí está tu equipo telefónico, Curtis. Es un teléfono especial. Utiliza tecnología digital de espectro difuso.
—¿Digital qué? —preguntó Simone.
—El espectro difuso se usó por primera vez en la Segunda Guerra Mundial como método para evitar que los torpedos fueran interceptados en su trayecto hacia el objetivo. Estas señales son difíciles de detectar y desmodular, además de resistentes a los bloqueos o interferencias, porque se difunden en diversas frecuencias —explicó Curtis.
—¿Cómo?
—Simone, imagínalo como un Dante tecnológico. —El ranger sonrió—. Lo importante es que los tipos malos no puedan escucharnos.
—Exacto —dijo Cristian, que se volvió hacia Simone—. ¿Puedo hacerte una pregunta, señorita?
—Desde luego.
—¿Cómo has acabado liada con Curtis? Por lo que veo, él y tú no sois del mismo barrio.
—Soy experta en el Renacimiento.
—¿Ah, sí? Interesante... —Cristian arqueó las cejas y miró burlonamente a Curtis. Simone advirtió en el rostro del banquero una sonrisa pícara.
—No, no es eso. Lo conocí a través de Michael.
—Claro, mil perdones. Qué impertinente he sido. —Calló un momento—. ¿Y qué tienen en común un cualificado experto en Operaciones Especiales, una especialista en el Renacimiento y un historiador de arcanos?
Simone dejó de sonreír mientras miraba al banquero y a sus amigos.
—Mi hermano fue asesinado, y yo no podía resolverlo sola.
Cristian pareció consternado.
—Lo siento. ¿Cuándo ocurrió?
—Hace poco, en Shawnsee, Oklahoma.
Con la ayuda de Michael, Simone repasó la historia, omitiendo, tal como había remarcado Curtis, la parte relativa a PROMIS y pasando por alto Octopus. Aquello la estaba desgarrando, pero también actuó como un antídoto, curando su angustia. El tiempo es un verdadero narcótico. O bien el dolor va desapareciendo al seguir su curso, o bien se aprende a convivir con él. En su caso, el dolor no había desaparecido, pero Simone se dio cuenta de que su insistencia en la búsqueda de la verdad aligeraba su peso.
—Pero... ¿por qué él? —inquirió el banquero.
—Ojalá lo supiera —contestó Simone.
—Sin embargo, ahí está la clave, ¿verdad, Curtis? Algo que Danny sabía. Y algunos llegaron al extremo de asegurarse de que ese algo jamás llegaría a saberse. —Descruzó las piernas y se puso en pie—. De modo que estamos en un callejón sin salida.
—Tenemos los papeles de mi hermano.
Curtis la miró, contrariado.
—No —la corrigió—. Lo que tenemos es un par de palabras y un número que pertenecen a una caja de seguridad anónima. Si tenemos suerte y damos con la combinación, quizá podamos ver qué hay dentro. Simone cree que Danny escondió pruebas de lo que estaba investigando.
—¿Y tú no?
—No estoy autorizado a hacer conjeturas.
—Entiendo que lo haréis mañana —dijo el banquero—. Así que buenas noches, amigos. —Los acompañó a las habitaciones—. Descansa, Curtis, es la mejor arma. Que duermas bien.

El teléfono cuyo número no estaba incluido en la agenda siguió sonando durante una eternidad. Un hombre intentaba hablar con un importante político de Washington, una figura destacada en la toma de decisiones. La casa a la que llamaba estaba al final de la calle Veinticuatro Norte, en Arlington, Virginia, y se elevaba sobre el río Potomac. Se trataba de una mansión blanca retirada de la carretera, rodeada de cedros rojos y robles imponentes. El político importante era, de hecho, el antiguo secretario del Tesoro, colaborador en muchas causas de interés en todo el mundo. «El secretario tiene corazón para los pobres», le gustaba decir a su gente. Cabría pasar por alto la irregularidad geométrica y la aparente hilaridad de la frase, ya que por «pobres» no se referían a los cientos de millones de personas hambrientas y desnutridas, sino a «los pobres de espíritu», pues de ellos es el reino: los senadores, generales y primeros ministros que se acercaban al final de la calle Veinticuatro de Arlington en limusinas negras y descomunales todoterrenos para rendir homenaje al dios del dinero.
—¿Sí? —El señor secretario cogió su teléfono privado y buscó a tientas las gafas en la oscuridad. El reloj marcaba las tres y diecisiete de la mañana.
—¿Señor secretario?
—Supongo que es importante. O eso, o está usted en el huso horario equivocado.
—Lo es, confíe en mí. Los han seguido hasta un edificio de Lower Manhattan.
—¿Ah, sí?
—Espere, falta lo mejor. El hombre que han ido a ver se llama Cristian Belucci.
—¿El del Banco Mundial? Caramba, vaya notición. Esto se pone interesante. Un hombre famoso que guarda secretos. ¿Cuál es la conexión? —Se aclaró la garganta.
—No lo sé. Nuestra gente está en ello.
—Lo necesito para ayer. ¿Está claro?
—Como el agua.
—Seguimos el enlace. ¿A cuántos tenemos sobre el terreno?
—¿Listos? Seis. Tres equipos.
—Pon dos sobre él.
—Entonces nos quedan cuatro para cubrir a los tres.
—Sospecho que esto tiene una explicación.
Hubo una pausa.
—El que sobrevivió en Roma está en el apartamento de Belucci con el Enterrador y el Hada, como usted los llama.
—Bien. Hoy puede ser nuestro día de suerte.
—Ojalá pudiera compartir su entusiasmo, señor. El soldado Joe nos da mucho trabajo. Es una complicación innecesaria.
—Lo imprevisto funciona. Él nos guiará hasta nuestro objetivo. Dedica todo lo que puedas a Belucci. Tengo la impresión de que va a entrar en escena.
—¿Cuál es su papel?
—No lo sé. A mí lo que me interesa es la secuencia de los hechos.
—¿Y eso qué significa, señor secretario?
—Significa que deberemos aplicar las matemáticas. Un niño puede mirar un dibujo y no verlo, pero está ahí. Tenemos que averiguar cómo están conectados los hechos. Las secuencias verdaderas no cambian. Los patrones del pensamiento humano tampoco. Saca todo lo que puedas del muerto y haz un gráfico con todos sus contactos. Que los equipos estén en sus puestos a partir de las seis.
—Buenas noches, señor secretario. Quizás hayamos descubierto al benefactor financiero del periodista muerto.

Continúa aquí.

jueves, 16 de octubre de 2014

Conspiración Octopus VI

Viene de aquí.

17

Esa noche llovía en Roma. Furiosas cortinas de agua bramaban sobre transeúntes y conductores, como una bestia rabiosa que intentara escapar de una jaula. La luna irrumpió con sus fríos rayos. Un hombre bajo y fornido, vestido con una cazadora arrugada y mal entallada, se resguardó bajo un pasadizo abovedado y miró el reloj. Se hallaba entre dos farolas, frente a las macizas puertas ornamentales de un edificio de apartamentos de piedra rojiza. Eran las cuatro y media de la mañana.

La llamada llegaría de un momento a otro. Casi sumergido en la oscuridad, estiró el cuello, a la izquierda, a la derecha y otra vez a la izquierda. El hombre oyó el lento fragor de un vehículo que se acercaba. El haz de luz recorrió la negrura y lo atrapó por un instante en su guarida. Paralizado, se inclinó hacia atrás y cerró los ojos, sintiendo en las sienes un extraño calor húmedo. ¿Llegaría la llamada? El hombre se ajustó la cazadora con dedos torpes, se subió las mangas, se las bajó. Volvió a mirar la hora. Las cuatro treinta y tres, las cuatro cuarenta, las cuatro cuarenta y siete... Llegó por fin cuando pasaba un minuto de la hora. Las cinco y un minuto de la mañana. En Roma, la silueta baja y robusta respondió al primer timbrazo.
—¿Sí, sí? —repitió, pegándose el auricular a la oreja. El susurro era discordante.
—¿Qué pasó en la Via dei Giardini? ¿Quién fue el responsable? ¿Tienes los detalles?
—El jefe está muerto, igual que los otros dos y los guardias. El testigo ha desaparecido. Creemos que se encuentra en Roma.
—Un extraño giro de los acontecimientos. Es posible que él nunca pensara testificar, y sin embargo, ha usado como cebo una trampa.
—Esa mujer, Arbour, averiguó algo. Reforzó la seguridad.
—Sólo como precaución. No tenían nada. ¿Está en peligro alguna de nuestras fuentes?
—¡Dios mío, no, no sospechan nada!
—En la via dei Giardini sobrevivió uno de los dos hombres. ¿Qué sabemos de él?
—Está herido. Ayer salió para Nueva York.
—¿Nombre? ¿Aspecto?
—Nombre desconocido. Tenía una acreditación Cuatro Cero. Aspecto: incompleto.
—Pero ¿está en Nueva York?
—No conocemos su estado físico. Lo que sí sabemos es que recibió una llamada de alguien y poco después salió del hospital.
—¿Dirección?
—Al aeropuerto. Vuelo Roma-Nueva York.
—Una decisión de última hora, está claro. Comprobad las últimas incorporaciones en la lista de pasajeros. Mirad también si todo el mundo pasó por la aduana. Necesitamos una descripción física para mañana por la mañana.
—¿Los matamos?
—No hasta que averigüemos quiénes son. Los quiero vivos, sobre todo a la mujer —susurró una voz lejana. Hubo una breve pausa.
—Se me ocurre una explicación —dijo el hombre fornido de la cazadora mal entallada, imponiéndose poco a poco—. Póngase en su lugar. Su hermano ha muerto. Ella cree que lo han asesinado. Está consumida por el dolor, que es inmenso, como también lo es su ira. Busca a la única persona en quien puede confiar aparte de su hermano. Un hombre que conoció en otro tiempo, en quien confía..., quizás un amante o un viejo conocido. ¿Qué hace? —Silencio del otro—. Ella no puede acudir a la policía porque su hermano cree que la policía está en el ajo. Nos aseguramos de esto. Representa la traición.
—Déjame pensarlo. —Se produjo un largo silencio—. Esta reacción es racional. —La voz sonaba como un eco lejano con acento del Medio Oeste—. Lo cual significa que ella es previsible —añadió el eco.
—Sugiero eliminar al soldado. —El hombre de Roma aguantó la respiración y escuchó.
—No hasta que yo lo diga. Necesitamos sus sinergias. La mujer no sabe dónde se ha metido. El profesor tampoco. El soldado sí, pero necesita la ayuda de los otros dos para descubrir la verdad. Entre los tres lo resolverán.
—¿Por qué está tan seguro?
—Hemos interceptado una llamada desde Nueva York. Entretanto, nos ponemos cómodos, observamos y escuchamos.
—No podemos engañarlos con estratagemas.
—No tendremos por qué hacerlo. Recuerda, van a ciegas. No tienen pistas de los elementos involucrados ni de cómo pueden estar conectados. Si es preciso, se insinuarán promesas, intervendrán actores... Pero ya están sentenciados.
—De acuerdo. La información saldrá inmediatamente.

Justo cuando el hombre guardaba el móvil, se oyó un zumbido aéreo. Miró el reloj. En Nueva York aún faltaba un rato para la medianoche. Se produjo una llamada con instrucciones precisas a un especialista de la Gran Manzana, el tan cacareado hombre punta de la avanzadilla. Él sabría qué hacer, pues lo había hecho antes. Por eso le conocían como «el especialista». Su verdadero nombre no venía al caso. Había utilizado tantos que había perdido la cuenta. Simplemente, era un hombre de fiar que sabía entrar y salir de los recintos más fortificados e inexpugnables. El hombre invisible.

Instrucciones enviadas y los equipos en sus puestos. El hombre de Roma salió de detrás del árbol y bajó el bordillo despacio. Aparecían las primeras luces en las ventanas, dos en el lado más próximo, una enfrente, derramando su contenido en la calle. Mejor no quedarse más tiempo de la cuenta. Podrían hacer preguntas. Lo suyo era el anonimato y la coordinación. Había demasiado en juego.

18

—¿Qué has dicho?
Ella dudó y lo repitió con firmeza.
—¡He dicho que creo saber dónde pudo guardar Danny los códigos! —Curtis alzó la cabeza lentamente. Se volvió y le devolvió la mirada, incrédulo—. Tú lo has dicho, tenía que ser algo que el asesino o los asesinos nunca pudieran sospechar, y nada electrónico. —Respiró hondo, vaciló y luego sonrió—. Dante.
—¿Dante? ¿Qué es esto? —Curtis frunció el ceño, perplejo.
—Un escritor del Renacimiento italiano.
—¿De qué estás hablando?
Ella se volvió y lo miró.
—Compartíamos nuestro amor por Dante.
—¿Y?
—Tiene que estar en la Divina Comedia de Dante.
—¿Dónde?
—Dentro del libro.
—¿Quieres decir que Dante y tu hermano estaban investigando a esa gente, y que ahora que Danny está muerto el otro ha decidido contarlo todo en un libro? —Curtis miró a Michael desconcertado—. Mejor que lo localicemos.
—No hay por qué preocuparse. Aún tardarán —señaló Michael.
—¡Vaya, ahora eres un experto! Simone, si tú y aquí el señor experto podéis encontrarlo, también podrán ellos.
—Ellos no saben que lo tiene —dijo ella con una amplia sonrisa.
—¿Es esto un dictamen de experta?
—De experta en el Renacimiento italiano —precisó Simone—. Las valoraciones a menudo contienen hechos relacionados.
—Esto es una patochada —murmuró Curtis arqueando la espalda y notando las heridas—. Una comediante italiana y un ratón de biblioteca jugando a soldaditos entre dos continentes. No entiendo nada. ¿Por qué no vamos a ver a Dante y cogemos lo que necesitamos antes de que lleguen los asesinos de tu hermano?
—Porque está muerto, Curtis.
—Dios santo, o sea que lo encontraron. ¿Cuándo? ¿Cómo?
—Murió por causas naturales.
—Mejor que hagamos una doble comprobación. ¿Cuándo murió?
—Oh..., hace unos setecientos años.
Curtis empezaba a dar señales de estar harto.
—¿Qué? ¿De qué estás hablando?
—Danny y yo compartíamos nuestro amor por la poesía clásica italiana. Bueno, en realidad era mi amor, y cuando murió nuestra madre, le compré a Danny un ejemplar de la Divina Comedia para consolarlo... Él entonces tenía dieciséis años.

Los recuerdos volvieron en un instante. Fue en 1991. La última vez que la vieron viva, su cara pálida, tocada con un sombrero de tres picos, andando pesadamente hacia la cámara, miraba desde la pantalla, cruzaba la mirada con ellos, pero era incapaz de reconocerlos, de ayudarlos y consolarlos, pues era sólo una figura en una foto. Está viva porque se mueve y habla, porque estaba viva cuando se grabó la película; pero también muerta (la gente fotografiada siempre lo está, ya es un recuerdo).
—¿Está de veras ahí, Simone? —preguntó Danny, radiante a través de las lágrimas, hojeando el libro y mirando expectante a su hermana. Al principio, ella no contestó, y pasó la palma de su mano izquierda por los nudillos de la derecha de Danny.
—Mira, cariño, la muerte revela que no hay vida, sólo un sueño de vida —dijo despacio, haciendo pausas, escuchando el sonido de las palabras y su significado íntimo.
Él la observaba, ansioso.
—En Dante —a Simone se le llenaron los ojos de lágrimas—, ella nos ayudará a los dos a salvar el abismo entre expresión y pensamiento. Las palabras correctas te esperan en la orilla opuesta del río neblinoso. Ella nos guiará hasta esos pensamientos aún desnudos. —Los ojos de Danny estaban empañados por las lágrimas—. Nada la hará volver, cariño. —La débil voz de Simone vaciló—. Más allá de cualquier espiritualismo facilón, los muertos hablan. Nos aconsejan a través del recuerdo, mediante nuestro conocimiento tardío, aunque a menudo luminoso, de lo que nos habrían dicho.
Incluso ahora, estando su hermano muerto, la voz era apagada.
—Pasábamos horas leyendo a Dante e imaginando que los dos vagábamos por las profundidades del infierno y las vertiginosas alturas del paraíso. Para Danny fue una terapia. Se sabía todos los cantos de memoria, y a menudo creía que visitaba a nuestra madre en el Paraíso de la mano de Dante. Para él, la Divina Comedia fue una luz brillante en un universo oscuro.
—Simone... —interrumpió Curtis, muy consciente de lo delicado del momento—. ¿Por qué estás tan segura de que las pistas de Danny se esconden en Dante? ¿Te lo dijo personalmente? Quiero decir, si le sucedía algo, ¿dijo si había un plan B?
—Dijo que cuando llegara el momento, yo lo sabría.
Simone parpadeó, absorta en sus pensamientos.

19

El sol de última hora de la tarde estaba suspendido en el cielo. El día se escabullía lentamente cuando los tres llegaron al edificio de apartamentos de Danny. Las nubes buscaban el sol y el viento serpenteaba por las calles de la ciudad. Esa tarde invernal tocaba a su fin. El edificio tenía una fachada poco inspirada, a excepción de las ventanas, talladas como ojos de buey entre las olas de ladrillo rojo, que pasaban del amarillo limón al plateado bajo el vuelo de las nubes de invierno teñidas de arena. El bloque se alzaba un tanto aislado en una zona de casas privadas con postigos tras las verjas de hierro. Los tres cruzaron el vestíbulo en silencio. Por las grietas de los pisos de la primera planta se colaban las culebras. En el 1B, un inquilino estaba dando afanosos martillazos en la pared. Sin decir palabra, los tres subieron hasta el descansillo de la segunda planta. Simone reprimía las lágrimas con estoicismo. Tras la muerte de Danny, se le vino el mundo encima.
—Simone...
—Estoy bien —soltó dando un respingo—. No, no lo estoy —susurró. En su voz se apreciaba angustia, pero también miedo y resolución.
Michael empezó a hablar, pero ella lo interrumpió.
—Bueno, sí... estoy...
Y ahora Michael se dio cuenta de que Simone estaba extrañamente ausente, como si no lo escuchara a él, sino a algo llegado de lejos.
—¿Hay luz en algún sitio? —preguntó Curtis buscando a tientas un interruptor en la pared.
—Está bien... Así es como debe ser —replicó Simone casi maquinalmente. Curtis encontró el interruptor y lo pulsó.
Michael tocó suavemente el fino codo de Simone, que sujetó entre el índice y el pulgar. Ella le dirigió una mirada intensa, sin parpadear. Con cuidado, para no alterar la expresión de angustia, le besó en la mejilla.
—Gracias. Es sólo que... —Se le quebró la voz. Guardó silencio. Michael esperó, pero Simone no volvió a hablar.

Danny Casalaro vivía en el piso de arriba de un complejo de cinco plantas de Greenwich Village. Por muy de postín que pareciera, durante todo el día y buena parte de la noche se oía el metro, dando la impresión de que todo el edificio se desplazaba lentamente.

Simone llevaba un impermeable, una bufanda blanca y negra alrededor del cuello y un vestido azul brillante cerrado en la garganta, lo que acentuaba su figura delgada y bien proporcionada. Las lágrimas en sus largas y negrísimas pestañas se habían comido el rímel. Los tres se pararon a la entrada del apartamento 2B.

Simone sabía que llegaría ese momento. La invadió un abrasador calor helado, seguido de una oleada de vértigo y desorientación. Sintió como si la tierra desapareciera bajo sus pies; tenía la boca seca y un nudo en el estómago. Con aire distraído, se pasó un dedo tembloroso por el ondulado pelo oscuro, descubriendo en el antebrazo una mancha de nacimiento. ¿Qué estaba sintiendo? Era difícil contarlo. De pronto, en algún lugar abajo, oyeron un cerrojo, un pestillo hizo un ruido resonante y una puerta se abrió de golpe. Un instante después, salió al pasillo un hombre maduro en zapatillas de pana. Tras él se derramaron sonidos de algún espectáculo deportivo, levitando una décima de segundo antes de disolverse en el aire enrarecido. Un chasquido, y el pasador volvió a su sitio. Se cerró la puerta. El hombre sacó la pipa y la llenó con cuidado. Con paso firme y tranquilo, bajó las escaleras hasta la calle.

Simone abrió el bolso y sacó una llave de un estuche metálico. La giró a la derecha, dudó un momento y volvió a girarla. Los fuertes latidos de su corazón neutralizaban los demás sonidos. El cerrojo de seguridad cedió, y los pasadores se deslizaron con suavidad. Empujó la puerta con la palma de la mano derecha. Curtis miró a Simone en la chillona luz de la entrada; ella tenía una mueca de dolor. No, no era una mueca, estaba mirando algo, conmocionada e incrédula. De repente soltó un grito ahogado. «Dios mío...», el horror se apoderó de ella. Mientras tragaba aire, todo su cuerpo tembló por la angustia. Curtis la agarró y la apartó de la posible línea de fuego.

Simone jadeaba. Él se volvió, intentando entender la causa de su histeria. Entonces lo vio. El desbarajuste que se ofrecía a sus ojos era indescriptible.
—Dios santo...
Curtis sacó el arma, una Heckler & Koch P7, durante mucho tiempo la preferida de los rangers del ejército. La brusquedad del movimiento le provocó un flujo de dolor en el cuerpo. Puso mala cara y forzó la cabeza hacia el hombro derecho; el dolor punzante le subió hacia el pecho y le bajó por el brazo hasta la boca del estómago, donde se alojó con un ruido sordo. Michael se le acercó instintivamente.
—No, gracias. Tengo que hacerlo yo solito. —Curtis avanzó; los inhibidores vendajes en la caja torácica y el pecho le resultaban cada vez más incómodos. Era muy consciente de las limitaciones físicas de su estado actual. Las heridas estaban cicatrizando, pero aún les faltaba bastante. Su mente tenía que funcionar mejor y más deprisa que su cuerpo, lo cual aceptaba a regañadientes dadas las circunstancias. Apretó la semiautomática—. Quedaos junto a la puerta — susurró mientras echaba a andar lentamente por el pasillo—. Y si oís tiros, salid cagando leches.
Volvió al cabo de un momento.
—Se han ido —dijo mientras guardaba la H&K P7 en la funda. Se dirigió a la puerta, pasó los dedos por el borde del marco y examinó la cerradura—. Simone —dijo tras un silencio—, quien sea sabía qué estaba haciendo. Danny tomó grandes precauciones para protegerse contra posibles visitas no deseadas.
»Éste es el sistema más sofisticado del mundo. Se llama Threat Con Delta y funciona con una combinación de llave biométrica y cilindro. —Hizo una pausa y miró a ambos—. Esto significa que el rastro auditivo puede darnos el día y la hora en que fue utilizada la llave electrónica. —Señaló el código de barras lateral—. Salvo en el caso de que registre cero, quiere decir que alguien fue capaz de anular el sistema sin dejar señales.
—¿Cómo es que Simone ha podido entrar sin tener acceso a los códigos? —preguntó Michael.
—Porque su llave anula el sistema mediante un microchip que lleva insertado.
—¿Quién hizo esto? ¡No puedo respirar! —Simone se quitó el impermeable y lo dejó caer al suelo—. Matan a Danny, ¡y ahora ellos registran el apartamento de arriba abajo! —«Ellos» era una amenaza que lo decía todo y no decía nada.
—¿Dónde tienes tu impermeable? —le preguntó Curtis.
Ella estaba pálida y asustada.
—¿Qué?
—Cógelo —le dijo en voz baja.
—Sí, claro. —Simone estaba aturdida—. ¿Por qué han entrado a la fuerza? Ya ha venido la policía.
—No podemos quedarnos aquí. No es seguro —repitió Curtis con tono más enérgico, haciendo que ella se volviese. Simone lo miró con aire distraído—. Debemos irnos enseguida. ¿Me has oído, Simone? ¡Ahora!
—Tenemos que encontrar el libro —replicó maquinalmente.
—Si es una obra tan conocida, comprémosla en una librería.
—No. Necesitamos el ejemplar de Danny.
—Si nos quedamos aquí mucho rato, tendremos problemas. Los que estuvieron aquí podrían regresar.
—¿Quién eres tú para darme órdenes? ¡No me voy sin el libro de Dante! —gritó, apartando la mano de Curtis.
—¡Simone, si nos quedamos, nos buscaremos problemas! —Aguardó la respuesta; ésta llegó con un vigor que lo cogió por sorpresa.
—No volverán, ¿no te das cuenta? Por Dios, ¿en qué mundo vives?
—Uno en el que lamento que hayas entrado tú.
—¡Escúchate a ti mismo, Curtis! Repartes palabras como si fuera dinero que no tienes.
—¿Qué insinúas, Simone?
—¿Es que soy histérica, incompetente? ¿No soy lo bastante lista para investigar la muerte de mi hermano?
—Simone, escúchame. Sólo quería decir...
—Curtis... —Michael se le acercó y le puso la mano en el hombro—, danos unos minutos para encontrarlo. Por favor... —El ranger clavó la mirada en su amigo mientras le palpitaba la mandíbula cuadrada.
—Cinco minutos, Michael. Yo vigilaré el rellano. No hay otra entrada.
El historiador de arcanos se bajó la cremallera de la cazadora. «¿Hace calor o soy yo?», se preguntó, pero decidió no decirlo en voz alta. Serían sus sensaciones.
—¿Simone?
Era una pregunta y una invitación, todo a la vez. Ella se quedó en su sitio, y acto seguido dio unos pasos al frente, como si hubiera cruzado un espejo. Todo y nada le resultaba familiar. El vestíbulo se estrechaba formando un corredor exiguo y sin muebles. En cada lado había dos puertas, dos habitaciones tirando a pequeñas, un retrete y un cuarto de baño que daba a un patio interior. Al final del primer trecho, el comedor había sido transformado en estudio por falta de espacio, y de la pared, clavado con chinchetas, colgaba el amarillento cartel de un circo de Volgorod de gira. Estaba amueblado con bastante mal gusto, mal iluminado, con una sombra perenne en un rincón y un jarrón de cristal en un estante inalcanzable. El jarrón, en otro tiempo el objeto más hortera del apartamento, era ahora el único superviviente, con su cáscara vítrea envuelta en una capa de polvo vaporoso. Tras llegar al comedor, el pasillo daba un giro brusco a la izquierda. Allí se escondía la cocina. El estudio-comedor estaba lleno de estanterías, pero también había libros en la mesa y en el suelo. Había una foto de Danny apoyada en varios volúmenes de clásicos rusos milagrosamente intactos. En la foto, se lo veía sentado en la misma pose que a veces adoptaba Chéjov, la cabeza ligeramente gacha, las piernas cruzadas, los brazos agarrados uno a otro, inscrita en su rostro una expresión extraña y distante incubada en los últimos meses de su vida. Danny siempre había dormido mal. El padre sostenía con ambas manos la hucha con forma de cerdito y la agitaba suavemente.
—¿Qué le gustaría a Danny si pudiera elegir algo en el mundo? —La aterciopelada voz de su padre siempre fue muy musical.
—Estoy ahorrando todo el dinero, papá. —Una pausa, una mirada. El padre pasaba el dedo índice por la columna vertebral de un cochinillo de alabastro con una ranura en medio.
—¿Para qué?
—Quiero comprar un río.
Al día siguiente, el padre le dio a Danny una cinta azul. El padre: ojos castaños, mirada inteligente, cabello oscuro, facciones marcadas, cabezota de sabio. Tenía algo muy difícil de expresar con palabras, una bruma, un misterio, la enigmática cautela de un hombre poseído por el genio. Para Simone, su padre fue siempre aquel desconocido que examinaba su pasado de forma mucho más espontánea de lo que haría con su futuro.
—Es una cinta mágica —dijo al fin tras observar un buen rato la expresión confusa de Danny—. Si la extiendes, será larga como un río. ¿Qué harás con ella, Danny?
Que un río pueda medirse con cintas... Danny tenía miedo de abrir la cinta y desenrollarla.
—Es un regalo importante, y hay que tratarlo con mucha responsabilidad —dijo el padre.
Danny se acercó y abrazó a su padre, mientras éste contemplaba, divertido, el maravilloso impacto y la transformación del niño: el hechizo y el júbilo al experimentar el placer de un descubrimiento.
Desde aquel día, Danny durmió con la cinta bajo la almohada. Y soñaba toda la noche.

—Simone... —Michael se le acercó.
Ella se volvió y entró en el estudio de Danny.
—Ayúdame a encontrar a Dante —pidió en tono urgente.
Simone tiró del cajón izquierdo del escritorio y hurgó frenéticamente entre los papeles.
—¡No está aquí! —exclamó—. Siempre lo guardaba en este cajón. —Lo cerró de golpe—. Ese montón de libros del rincón... El Dante de Danny tenía el lomo de cuero negro... ¿Por qué lo trajiste?
—En su voz había una tensión que él tardó en descifrar.
—¿A Curtis? —Michael se puso de rodillas, demoliendo el montón mientras sus ojos y sus dedos se movían como locos.
—Es un analfabeto. Pura mierda.
—Simone, estoy pasmado. Nunca pensé que la descendiente de una princesa italiana pudiera ser tan barriobajera —soltó Michael, buscando con afán en la pila de libros.
—Podemos resolverlo sin él, cariño. Por favor, dile que se vaya.
—No, no podemos, Simone. Esto es real. Por ahí andan tipos con armas de verdad que disparan balas de verdad y matan a personas de verdad.
—Es vulgar, cariño. No usa nuestro lenguaje.
—No seas tan dura con Curtis. ¿Lo has escuchado?
—Le he oído hablar con monosílabos. Con eso me basta.
—Simone...
—Michael, si yo estuviera escribiendo un libro, repintaría la escena, para que su obstinación pudiera ser desviada hacia su doble. Espectral o fantasmal, a menos que los fantasmas sean dobles..., uno andando, el otro intentando atraparlo.
—Vosotros dos tenéis mucho en común —dijo él.
—¡Lo he encontrado! —exclamó ella con agitación triunfal.
—Lo único que tenemos en común, aunque por razones distintas, es un gran interés por muchas plantas desérticas de aspecto militar, en especial varias especies de pita, que él probablemente llamará cactus sin más.
De repente, un ruido. Algo rozó ligeramente la pared. Curtis apretó la pistola y se apartó del hueco de la puerta. Los pasos eran sordos, pero ahí estaban. Nítidos y acompasados. Uno, dos. Uno, dos. Talón, dedos, tacón, puntera, subiendo la escalera de manera cautelosa pero fluida. Otro ruido. Clic, una puerta que se abría. Arriba. Dos plantas por encima. Puerta metálica maciza. Alguien la cerró con cuidado. Metal contra metal, arriba. Uno, dos, tacón, puntera, abajo. Dos individuos que no querían ser vistos. Asesinos. En cuestión de segundos aparecerían dos hombres, dos asesinos, en el apartamento de Danny. Les estaban esperando. Les habían tendido una trampa. Los cazadores estaban apostados. Empezaba la caza. Y ahora, ¿qué? «¡Maldita sea, Simone, ya te lo decía, no era seguro!» Una sombra. El asesino de abajo había llegado al primer rellano. En unos segundos estaría ante Curtis. También en unos segundos el hombre de arriba llegaría al descansillo entre la segunda y la tercera planta. Curtis estaría en el suyo. Con un rápido movimiento, abrió y cerró la puerta del apartamento de Danny a su espalda, y se desplazó hacia el pasillo, empuñando el arma.
—Curtis... —Michael apareció en el otro extremo de la habitación. Simone estaba a su lado.
—Hemos... —Simone jadeó involuntariamente. Curtis alargó el brazo y le tapó la boca con aspereza. No había tiempo para pensar. Revisar e improvisar.
—En la cocina hay una ventana. Utilizadla para llegar a la escalera de incendios —les susurró.
—¡Desde la ventana de la cocina no se llega a ninguna escalera de incendios!
—Sí se llega, Simone, si puedes caminar por la cornisa dos metros a tu derecha.
—¿Quieres que camine por la cornisa suspendida a veinte metros...? —Simone farfullaba palabras entrecortadas.
Un chirrido. Alguien intentaba abrir la cerradura en silencio. Desconcertada, Simone clavó la mirada en la puerta. Curtis se volvió, extendió los brazos y con la rapidez de una cobra empujó a Michael y a ella fuera del campo visual en el preciso momento en que se abría la puerta, con dos haces de luz acompañando dos toses rápidas y dos explosiones apagadas. Curtis empujó la puerta del pasillo, se agachó y la cerró al instante. Pasos, uno, dos, y luego varios disparos amortiguados seguidos de una luz blanca, cegadora. Él respondió abriendo fuego. La detonación de su arma era ensordecedora. El marco de la puerta se hizo añicos. Como si estuviera en trance, Simone dio un paso hacia el centro del pasillo.
—¡Pégate a la puta pared! ¡Vamos! Yo los mantendré a raya. —Curtis se volvió un poco a la derecha, apretó el gatillo y oyó que otros dos hacían lo mismo. Otra ráfaga de balas arrancó la parte superior de la puerta.
«Un fusil de asalto G36 con silenciador y visión infrarroja», pensó. Un arma propia de un grupo de Operaciones Especiales.
Se volvió y corrió hacia el salón, abriendo y cerrando de golpe las dos puertas de los dormitorios para causar efecto. Al fondo oía a Michael intentando abrir la ventana de la cocina haciendo palanca. Identificar y luego matar: ése era el estilo de las Operaciones Especiales extraoficiales. Uno de los asesinos se puso en cuclillas y movió lentamente la cabeza hacia el rincón del arco de entrada. Curtis apuntó y disparó. Falló por un pelo. Tres escupitajos, uno tras otro, dieron en la pared de su izquierda. El humo se mezclaba con el yeso pulverizado.
Entonces Curtis comprendió que las armas de Operaciones Especiales sólo podían significar una cosa. Esos tipos eran un equipo «de limpieza». Una respuesta rápida. Entrar y salir. De cuatro a seis hombres.
—De cuatro a seis —repitió en voz alta.
De pronto, recordó algo y se le heló la sangre. Al otro lado de la puerta del pasillo había dos hombres. ¿Y los otros? ¡Michael! ¡Simone! ¡Dios mío! Estarían esperándoles abajo. Al decirles que tomaran la salida de incendios había firmado su sentencia de muerte. Y ahora, ¿qué?
«No pierdas tiempo. No pienses, actúa.» Pasos al final del pasillo. Dedos, talón, uno, dos. Cruzaron una puerta. Fuego de armas automáticas. Primer dormitorio. La madera hecha pedazos alrededor de la cerradura. La puerta cedió. Un asesino se precipitó dentro, el otro cubrió el corredor. Campo libre. Curtis se agazapó. Otra tanda de disparos. Una explosión hizo temblar la pared. ¡Ahora! Curtis embistió hasta chocar con la pared más alejada del pasillo. Tiroteo. Notaba el calor abrasador de las balas rozando su sien. Giró a la derecha y disparó, y luego a la izquierda y volvió a disparar, con la pared como punto de referencia. Del asesino que cubría el pasillo llegó un aullido desgarrador. El arma abajo. Manchas de sangre. La bala le había dado en la muñeca. Los dedos retorciéndose espasmódicamente tras el impacto. «¡Michael, Simone! ¡Dios mío, lo lamento!» Curtis se alejó del dormitorio. «¡La cocina! Vete a la cocina. Páralos.» Parar, ¿a quiénes? La figura del segundo sicario cruzó el marco de la puerta, salió al pasillo y apuntó a la cabeza del ranger con un H&K G36. El hombre apretó el gatillo. «Se acabó», pensó fugazmente Curtis... pero oyó la dulce irrevocabilidad de un agudo chasquido metálico. La recámara estaba vacía. Curtis giró sobre sí mismo, levantó el arma y disparó... pero oyó un escalofriante chasquido metálico. Su recámara también estaba vacía. El asesino y su colega herido retrocedieron por el pasillo y salieron corriendo por la puerta. Habían escapado. Cuando una operación acababa mal, había que evacuar. «¿Dónde están?» Un escuadrón de Operaciones Especiales con un objetivo civil era un trabajo de dos minutos como máximo. Cuatro hombres contra unos desprevenidos Michael y Simone tardarían mucho menos. ¡Chirrido de neumáticos! ¿Cómo era posible? ¿Por qué no gritaban? Curtis se apresuró a la cocina. «¡La ventana! Está cerrada. ¿Qué demo...?» Crujió una puerta a su espalda. Se volvió al instante. Desde un armario de limpieza asomó la cara de Michael, y su brazo alrededor de Simone Casalaro. Ella estaba temblando y tenía la cabeza pegada al hombro de Michael. Sollozaba en silencio, sin dar crédito.
—Danny la había cerrado con candado —susurró Michael.
Durante unos momentos, los tres se quedaron inmóviles en un círculo, sintiendo el cansancio y la esperanza que se daban mutuamente. Al final no había liberación ni clímax, sólo conclusión. Curtis dejó pasar unos minutos, hasta que disminuyeron los temblores y empezaron los sollozos y gimoteos.
—Aquí tenéis la respuesta —dijo—. No podemos quedarnos en el apartamento. No es un lugar seguro. —Y luego añadió—: Volvamos al hotel.
Simone no podía alejar de su mente la mirada ni la voz de Curtis. Había en ellas demasiada verdad para rechazarlas insensatamente.

La ciudad se hallaba envuelta en una noche negra como la brea. A lo lejos, un reloj dio las doce. El inmenso cielo, bañado en un rosa apagado, se iba oscureciendo. Una luna escurridiza y lustrada apareció sin apenas rozar el firmamento. Fuera, el viento soplaba con un bramido furioso, pero dentro todo estaba quieto. La sequedad del aire producía un asombroso contraste entre la luz y las sombras. Fulgor y detalles por un lado, una oscuridad absorbente por el otro.

20

—Se llama Paulo Ignatius Scaroni —dijo un hombre de Tejas, fornido y con entradas. Oficialmente, era un analista de alto rango del Departamento de Estado. Extraoficialmente, ocupaba un puesto de responsabilidad en la Unidad de Estabilización Política, una rama de los servicios de inteligencia de Estados Unidos conocida como Operaciones Consulares. Su nombre era Robert Lovett. Lo describían como el «arquitecto de la Guerra Fría» y había sido ejecutivo del viejo banco Brown Brothers Harriman, de Wall Street. Seis personas estaban sentadas a una mesa de reuniones, de caoba y en forma de U, en un espacio especialmente insonorizado, intimidad garantizada por blindaje de Faraday e interceptores de radiofrecuencia de banda ancha. En cada sitio, un bloc y un lápiz.
—Éste es el hombre que tiene el futuro del sistema financiero mundial pendiente de un hilo —siguió el hombre
—Toda una declaración —dijo Edward McCloy, representante del cártel bancario más importante del mundo, un hombre de cincuenta y pocos años, complexión e inteligencia normales. Vestía camisa blanca de manga larga y pantalones negros de algodón. Debía el puesto a su tío, John J. McCloy, ya fallecido, antiguo presidente del Chase Manhattan Bank y de la Fundación Ford, controlada por Rockefeller, y antiguo miembro de la Comisión Warren. Edward McCloy se graduó en un pequeño college de Yale y estuvo a punto de ser nombrado miembro de la prestigiosa sociedad secreta Skull & Bones.
—A mí, personalmente, me parece muy extraño —resopló un tercer individuo— que algo así pueda pasar estando JR de guardia. —Henry L. Stilton era director adjunto de la CIA. El hombre al que se refería como JR era John Reed, presidente de Citibank—. A estas alturas, no podemos siquiera empezar a entender las consecuencias de todo esto. Stilton, alto y desgarbado, iba impecablemente vestido. En su anodino rostro se distinguía el mentón hendido y unas cejas pobladas. Con apenas sesenta años, había sobrevivido a tres administraciones. Sacudió la ceniza de su puro habano y paseó por la mesa una mirada desafiante, como si esperase que lo contradijera al menos uno de los presentes en la sala.
—Henry, espero que no insinúes que en nuestras medidas de seguridad hay deficiencias o falta de supervisión. —John Reed tenía una voz de barítono profunda y melosa, acentuada por años de tabaco y bebida.
—Bueno..., no sé, Bud. Pero ¿cómo lo llamarías tú? Tienes más agujeros que un colador. No lo tomes como algo personal. Me ciño estrictamente a los hechos.
En la sala había otro hombre, pero de momento su opinión no importaba. Estaba sentado discretamente, escuchándolo todo. Oficialmente, era un ex secretario del Tesoro. Extraoficialmente, consejero de un grupo de influyentes inversores, cuya identidad era un secreto celosamente guardado y cuyo dinero hacía girar el mundo.
Reed arrugó la nariz y parpadeó unas cuantas veces.
—El sistema es hermético. Nadie pudo preverlo. Fue chiripa. No podría volver a hacerlo —remachó.
—Lo repites hasta la saciedad, Bud. Pero aquí está el quid de la cuestión, ¿no? —replicó Lovett, cruzando y descruzando las piernas—. No tiene por qué volver a hacerlo porque ya lo ha hecho una vez... Los consultores con honorarios de escándalo y jerga estrambótica que te montaron el sistema están navegando en un río de mierda. Puedes llevar esto al banco, eso sí, a condición de que Scaroni esté bien lejos.
—Creo que con las drogas, las sustancias químicas y los sueros de la verdad de que dispone la Agencia podríamos despachar la cuestión. —Con su opinión, McCloy estaba siendo impreciso adrede. Pecaba de cauteloso.
—No, no podemos, Ed. Recuerda que es uno de los nuestros. Si fuera listo o trabajase para alguien, invertiría el funcionamiento de la secuencia. Lo cual significa que no sabemos si lo que hay programado en esa cabeza es una ganancia inesperada o una gilipollez.
—Gracias por venir, señor secretario. —Taylor se volvió y se dirigió al hombre sentado a su derecha—. El problema que tenemos entre manos es muy urgente. Si no fuera así, no lo habríamos molestado.
—Gracias por su deferencia.
—No hay de qué. Señor, ¿quiere formular alguna pregunta antes de que prosigamos?
Taylor se dirigía al antiguo secretario del Tesoro, David Alexander Harriman III, abogado, banquero de inversiones y filántropo. Varias arrugas en torno a los ojos y la boca delataban un rostro demacrado, que parecía una máscara, tras varias operaciones de cirugía plástica. Algunos creían que rondaba los ochenta años. Otros, que no pasaba de cincuenta y tantos. Pero su edad nunca estaba en el orden del día. Harriman era la avanzadilla de algunos individuos de identidad secreta que se contaban entre los más poderosos del mundo. Ésa era su tarjeta de presentación. La única que necesitaba.
—Bueno, sí, caballeros, creo que sí —dijo Harriman. Aunque su acento era indudablemente del Medio Oeste, hablaba con la elocuencia y el tono de quien se ha educado en los mejores internados del mundo—. Quizá sería buena idea empezar por el principio.
—Muy bien, señor. —Taylor asintió a todos los presentes.
—Señor secretario... —entonó el vicepresidente.
En las comisuras de la boca de Harriman se formaron unas arrugas condescendientes. Fue sólo un instante.
—Robert. —Hizo una seña a Taylor, invitándolo a hablar.
—Gracias, Jim.
—Hace diez días, un antiguo empleado del gobierno llamado Paulo Scaroni anuló los múltiples y sofisticados sistemas de seguridad y se hizo con los fondos de los programas comerciales extraoficiales dirigidos por el gobierno.
—Secretario, ¿está familiarizado con eso?
—Vagamente. Los nombres no tienen importancia para mis clientes. Sólo los hechos y el resultado final. Quizá, con el fin de ser más concretos, caballeros, podrían ponerme al corriente..., en términos muy generales, pues me he quedado al margen a propósito. Ya saben, toda precaución es poca.
—Es un nombre anodino de algo dificilísimo de definir y que es máximo secreto —dijo Lovett —. Consistía sobre todo en traer dinero procedente de toda clase de actividades. —Harriman torció el gesto.
—Rob, ¿cómo ha dicho?
—Señor secretario, el objetivo de este programa de instrucción era de carácter macroeconómico.
—Muy bien. ¿Y qué más?
—Significa que se estaban localizando dólares acumulados en las décadas de los cuarenta y los cincuenta. —Lovett estaba a todas luces buscando una salida. También él pecaba de cauteloso.
—Lo cual es una bonita forma de decir que todo tenía que ver con repatriar unos activos antes robados por alguien —terció Taylor.
—Gracias, Jim. Ahora lo entiendo..., igual que la bendita Virgen. Sólo que cuando los países roban bienes valiosos en tiempo de guerra se dice que saquean, pero cuando los vencedores cogen estos mismos bienes, lo llaman «recuperación».
—Muy agudo, señor secretario.
—¿Cómo fueron repatriados exactamente estos fondos?
—Mediante cuentas paralelas o cuentas espejo al margen de los libros de contabilidad.
—¡Vaya operación, caballeros! Han estado ustedes especulando con el dinero del gobierno. Los felicito —añadió Harriman en tono de burla—. Dos cuentas. Una para el examen público y otra sólo para ser vista en privado.
—Esto equivale a decir que tú y JR estabais llevando dos series de libros —añadió Stilton.
—Algo así.
—Dime, Bud. ¿Qué serie de libros nos estás enseñando?
—No recuerdo que te hayas quejado nunca, especialmente en vista de los espectaculares beneficios que estaba generando la Agencia con un riesgo minúsculo.
—El comercio paralelo consiste en eso —dijo Stilton.
—Por Dios, Henry. Pareces un párvulo. Nadie presta dinero, ni siquiera para un coche, sin el aval o la garantía subsidiaria, ya se trate de comprar y vender un vehículo o un país.
—Todo el mundo quiso estar en el ajo. Nadie estaba dispuesto a quedarse fuera —dijo Reed con tono categórico.
—Bud, cuando dices todo el mundo, ¿incluyes a la CIA? —preguntó McCloy.
—Tú lo has dicho.
—¿Al FBI?
—También.
—¿Al Tesoro de Estados Unidos?
—Por el amor de Dios, todo el mundo significa todo el mundo. Se apuntaron todas las entidades gubernamentales, entre ellas la Reserva Federal, instituciones financieras internacionales e inversores acaudalados —dijo el irritado presidente de Citibank.
—¿De cuánto dinero estaríamos hablando? —preguntó el secretario.
—¿Una cifra aproximada? Unos doscientos billones de dólares.
—¿De dólares? —intervino McCloy.
—Sí, de dólares estadounidenses. 223.104.000.008.003 es la cantidad exacta.
—Entiendo. Y éste es el dinero que ha sido robado por un antiguo empleado del gobierno de Estados Unidos.
—En esencia, sí —respondió Reed, con un gesto de desagrado.
—¿Por qué no decir «sí» sin más? —replicó Harriman.
—¿Y has tardado diez días en contárnoslo? —Stilton, atónito, miró alrededor en busca de apoyo moral.— Henry, salvo en los beneficios, nunca antes habías mostrado verdadero interés en ello.
—Porque tú antes no la habías fastidiado. —Hubo una larga pausa—. Y éste es el dinero que has perdido tú, Bud.
—No lo hemos perdido. Está expropiado temporalmente. Descifraremos su clave y lo recuperaremos.
—¿Y cómo piensas hacerlo? —Stilton exhaló el humo por la nariz mientras clavaba la mirada en su compañero.
—Estamos trabajando las veinticuatro horas del día, volviendo sobre sus pasos y rastreando los códigos binarios a través de las copias de seguridad del sistema. En toda la operación tardó siete minutos. Evidentemente, tenía prisa. Quizá cometió algún error, en cuyo caso volveríamos a tener el dinero.
—Tu gente debe de creer que ese tipo es idiota, Bud. Pero si fue capaz de saltarse parte del sistema y anular cada uno de vuestros indicadores de seguridad de mierda, de un sistema supuestamente inexpugnable, ¿qué te hace pensar que te dejó una rendija para que puedas meterte a hurtadillas y morderle el culo? —Stilton descruzó las piernas para mayor comodidad de la bragadura.
—Mira, Stilton, si eres tan listo, ¿por qué no reservas una cámara de tortura? Quizás a base de hablarle consigas que se rinda.
—Ya basta, caballeros. Creía que aquí todos éramos adultos. Se supone que mantenemos conversaciones inteligentes y, en épocas de crisis, buscamos soluciones comunes. —El silencio duró una décima de segundo. Se aclararon gargantas, se intercambiaron miradas alrededor de la mesa.
Quien tomara a David Alexander Harriman III a la ligera lo haría por su cuenta y riesgo.
—Caballeros —intervino Reed—, hay varios problemas que debemos abordar. Un porcentaje de los ingresos derivados de esta actividad secreta...
—O sea, fondos de reptiles —interrumpió Harriman.
—Sí, señor secretario..., fondos de reptiles utilizados para financiar un amplio abanico de actividades clandestinas.
—Y ahora este dinero no está, pero las obligaciones del gobierno siguen pendientes de pago — añadió Harriman.
—Al igual que la participación del Tío Sam en los beneficios comerciales que se abonan automáticamente en el Fondo de Estabilización Cambiaria —añadió Taylor con gravedad.
El secretario del Tesoro se incorporó.
—¿Cuánto tiempo creen que necesitará el gobierno de Estados Unidos para averiguar qué hay detrás de esto? —Miró a Taylor—. A ver si puedo rellenar los espacios en blanco, Jim. —Golpeteaba, impaciente, en la mesa con el extremo del lápiz—. Éste es el dinero que habría usado el gobierno para reforzar la economía americana mediante, entre otras maniobras, la manipulación del precio del oro... Cabría añadir que la economía estadounidense está a punto de incumplir todos los compromisos con sus acreedores internacionales, lo que hará que nuestro dólar no tenga ningún valor y condenará a nuestro país a una situación tercermundista.
El silencio en torno a la mesa era sepulcral.
—He estado sentado, escuchando a los cinco describir una operación que llevaba en marcha más de una década y en la que han estado implicados organismos del gobierno, redes de inteligencia, dinero público y privado y quién sabe cuánta gente más. ¿Estoy en lo cierto? —dijo el secretario.
—Adelante. ¿Cuál es su pregunta? —Bud Reed estaba pálido.
—Mi pregunta es elemental. ¿Qué han utilizado como garantía para dar un sablazo al gobierno y financiar toda esta operación valorada en billones de dólares? —Silencio, no habló nadie—. Bud, ¿por qué tengo la desagradable sensación de que están ustedes a punto de soltarme una trola enorme?
—Señor secretario —el hombre de Citi rompió por fin el silencio—, usted comprende que el nombre y la operación que voy a revelarle siguen siendo materia reservada, por recomendación de los jefes del Estado Mayor y de una orden ejecutiva ininterrumpida de cinco presidentes consecutivos.
—Todo un árbol genealógico, ¿verdad?
—Señor, creo que estará de acuerdo una vez que sepa lo que hay implicado, y que se entendió que las proporciones de la propia operación y su objetivo global respondían al interés nacional de Estados Unidos —explicó el hombre de la CIA.
—Esos activos son grandes cantidades de oro robadas por los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. La posición oficial del gobierno ha sido negar categóricamente todo vínculo con esta base del activo —dijo Lovett.
—Lila Dorada —susurró teatralmente Reed.
—Dios mío... A ver si lo he entendido. —Harriman se puso en pie y dio unos pasos—. Han utilizado inmensas cantidades de lingotes de oro con el sello de una triple A como garantía en una operación extraoficial que tiene, como acreedores, a todos los organismos gubernamentales del país, por no mencionar a diversos inversores extranjeros. Y ahora que el dinero ha desaparecido, han perdido la garantía, pero todavía están obligados a pagar el capital y los intereses de doscientos veintitrés billones de dólares... —Su voz se fue apagando.
Todos asintieron en silencio.

21

Simone abrió con cuidado el libro. En la primera página, Danny había escrito algo. Leyó la frase. «¿El infierno tiene geometría?» En el margen había un garabato que representaba un infierno en forma de cono con un Satán diminuto en el centro. Tras él, crecía un árbol con la forma de sus alas. Por un instante Simone pensó que veía el fantasma de Danny de pie frente a ella, con sus vaqueros de pata de elefante, haciendo girar el lápiz cada vez más deprisa.
—¿Qué estamos buscando? —preguntó Curtis.
Simone volvió en sí.
—La Divina Comedia sigue siendo uno de los pilares sobre los que se alza la tradición europea—dijo con voz trémula—. Es un poema narrativo perfectamente planificado, rigurosamente simétrico. Habla del descenso del poeta al Infierno y de cómo atraviesa el centro del mundo y asciende al monte Purgatorio. Desde el monte Purgatorio sigue hacia el Cielo hasta llegar ante Dios.
—Sin duda buscando los códigos de Danny —masculló Curtis para sí.
—Por favor, ¿podemos continuar? —pidió Simone, sentada en un brazo del sofá y con el libro en el regazo.
—Desde luego.
—El significado del poema se representa de manera simbólica y numérica, describiendo la unión final de la voluntad humana individual con la voluntad universal, que, según Dante, presidía toda la creación.
—Y aquí es donde aparece Octopus, ¿no? —dijo Curtis con obvia condescendencia.
Simone prosiguió con voz tranquila, pero mostrando su creciente irritación.
—El poeta cuenta en primera persona su viaje por los tres reinos de los muertos, que tiene lugar durante el Triduo de Semana Santa, desde el Viernes Santo hasta el Domingo de Resurrección, en la primavera de 1300. El poeta se pierde en un bosque. Trata de huir, pero cada vez que lo intenta se lo impide una fiera. Primero un leopardo, después un león y finalmente un lobo. Todo esto, como el resto del poema, es muy simbólico. Por fin, Dante es rescatado después de que su amada Beatriz interceda en su favor.
—No podía decir simplemente lo que le pasaba por la cabeza. Habría sido pedir demasiado —señaló Curtis con aspereza.
—¡Esto es literatura, Curtis, no un periódico que uno lee camino del trabajo y luego tira como un par de zapatos viejos!
—Muy bien, Simone —masculló Curtis, sacudiendo la cabeza.
—Su guía por el Infierno y el Purgatorio es el poeta latino Virgilio, y en el Paraíso es Beatriz, el ideal de mujer de Dante. Virgilio conduce a Dante por los nueve círculos del Infierno. Los círculos son concéntricos, y cada uno representa los distintos niveles de maldad. El final del Infierno de Dante es el centro de la Tierra, donde se mantiene atado a Satán.
—Como he señalado antes —dijo Curtis entre dientes—, Dios es lo único seguro.
Ella no lo oyó. Durante un buen rato observó el garabato como si estuviera en trance, intentando recordar algo.
—¿Qué te parece esto, Michael? —Simone le señaló el dibujo de Danny.
El silencio duró exactamente diez segundos.
—¡Dios mío! ¡Lo increíble está siempre enraizado en lo creíble! ¿No lo ves? Un Árbol de la Vida —exclamó Michael señalando el dibujo de las alas de Satán—. Los textos de Dante concuerdan con lo que podría denominarse Cábala cristiana. —Se quitó la chaqueta y la dejó distraídamente en el respaldo de la silla. Simone se desprendió de la cadena que llevaba al cuello y mostró un espléndido colgante.
—Fue un regalo de Danny. Se lo vendió un hombre que conoció en Palestina.
—Entonces, Danny sabría algo de misticismo y de la Cábala, ¿no, Simone? —preguntó Michael.
—¿Qué es esto? —inquirió Curtis.
—El Árbol de la Vida es un concepto místico de la Cábala judía que se utiliza para entender la naturaleza de Dios y el modo en que de la nada creó el mundo —explicó Simone.
»Las estructuras numéricas reunidas en la Divina Comedia son demasiadas para ser una simple coincidencia. Esto concuerda completamente con el esquema cabalístico de la Salvación en términos cristianos —añadió.
—Por favor... —soltó Curtis, visiblemente irritado. Michael entornó los ojos.
—Durante siglos, los números representaron tanto ideas matemáticas como símbolos metafísicos —prosiguió Simone—, y estaban íntimamente entrelazados. Para los egipcios, los romanos y los griegos, simbolizaban los principios del mundo natural y los misterios del reino divino. —Le brillaban los ojos.
—Sí, gracias. Ya basta. Ahora pensemos. Si eres Danny y sabes que corres peligro, ¿cómo pasas información codificada? No pudo ser codificada de manera tradicional, pues él sabía lo que estaba en juego. Así que la ocultó en la Divina Comedia de Dante, sabiendo que nosotros desentrañaríamos el misterio.
—Entonces, realmente crees... —terció Simone.
Curtis soltó un gruñido profundo.
—Digamos, sencillamente, que estoy en medio de una intensa experiencia religiosa. —Metió una mano en el bolsillo y extrajo un bolígrafo y una hoja de papel. La dobló por la mitad y dibujó algo—. Los bancos y las cámaras acorazadas funcionan con un sistema de claves. Estas claves pueden valerse de números, letras o una combinación de ambos. Descartando el hecho de que tu hermano quizás escondiera físicamente, entre las páginas de un libro, un trozo de papel con un código que hemos pasado por alto.
—Un libro no —le corrigió Michael—, este libro. —Tocó con el pulgar la gastada cubierta—. Aunque los expertos hayan intentado ocultar las pruebas, te garantizo que Dante era un filósofo cabalista.
—¿Y eso qué importa? —preguntó Curtis, impaciente.
—Para los cabalistas, el estudio de los números era un ejercicio religioso —contestó Michael.
—De hecho, Dante les rinde homenaje diseminando por el poema una verdadera plétora de delicias numéricas —señaló Simone—. Sin embargo, la Cábala no se menciona en la Divina Comedia —añadió con voz adormilada.
—Esto es porque Dante estaba obligado por un voto de silencio en la hermandad secreta de los cabalistas en Italia —replicó el historiador de arcanos—. Hacia el 195 después de Cristo, Clemente, obispo de Alejandría, escribió a Teodoro, uno de sus canónigos, sobre un asunto muy delicado. Tenía que ver con una hermandad secreta no identificada que, según explicaba Clemente, era un grupo herético que se había encontrado con los escritos secretos de los cabalistas. Además, el obispo confirmaba que el secreto de los cabalistas era leído y revelado sólo a aquellos que estaban siendo iniciados en los grandes misterios.
—¿Los grandes misterios?
—Clemente no era tonto. Sabía muy bien que los egipcios y los griegos ocultaban conocimiento secreto en sus escritos e imágenes. Conocía los textos herméticos, los significados místicos contenidos en los números y las proporciones.
—En los cómics o en las teorías cósmicas siempre llega ese momento en que de repente empiezan a aparecer fórmulas matemáticas, que enseguida lo dejan a uno ciego —soltó tranquilamente Curtis, poniendo los ojos en blanco mientras, fuera, caía la nieve con una elegancia monótona y estéril.
—La Divina Comedia se compone de tres Cantos: Infierno, Purgatorio y Paraíso, que constan a su vez de treinta y cuatro, treinta y tres y treinta y tres cantos, respectivamente —explicó Simone—. El primer canto sirve como introducción a la Divina Comedia, de modo que cada cantiche tiene una longitud de treinta y tres canti.
»Treinta y tres cantiche, número 33, Árbol Cabalístico de la Vida. Hay treinta y dos caminos internos en el Árbol, y el camino exterior número treinta y tres es el que conduce a Dios. En el Infierno, Dante está espiritualmente dormido y perdido en un bosque oscuro. Se encuentra con Virgilio, el más grande de los poetas latinos. —Curtis se inclinó hacia delante, escuchando con atención—. Virgilio está interpretando la función que en las escuelas de la Cábala se conoce como «conductor de almas».
—Virgilio conduce a Dante a través del Infierno —aclaró Michael, que anotó rápidamente los diversos niveles del Infierno de Dante—: Hay nueve Círculos, más el Pozo de los Gigantes; 9 + 1 = 10. —Hizo una pausa—. Fíjate ahora en esta simetría. En el Árbol de la Vida existen diez sefirot o atributos. —Lo dibujó—. El Árbol también tiene una estructura de 9 + 1 = 10: Corona + Sabiduría + Conocimiento; Amor + Discernimiento + Compasión; Entereza Duradera + Majestad + Fundamento. El Reino está solo.
—Si Dante está haciendo una referencia críptica al Árbol de la Vida, entonces los treinta y dos caminos internos conducen inevitablemente al treinta y tres externo y a Lucifer, el Portador de Luz. Los treinta y tres cantos describen la experiencia de Dante en el lugar metafísico de la Tierra. — Simone Hizo una pausa—. Por no mencionar el elemento alquímico de la Tierra de Aristóteles.
—Ahora Virgilio guía a Dante por el Agua alquímica y hasta los alrededores del Purgatorio — siguió Michael—. Al final, tras encontrarse con cuatro clases de Penitentes Tardíos, llegan a la Puerta de San Pedro. Los penitentes y la puerta están ubicados en el elemento alquímico del Aire. Dante se queda dormido y sueña por primera vez. Se encuentran con el guardián, un ángel que golpea a Dante tres veces en el pecho y le pinta siete letras P en la frente. Esto es a todas luces un ritual de iniciación. En términos de misterio religioso, ha entrado en el Pronaos del Templo. Se ha trasladado al elemento alquímico del Fuego.
—Como Conductor de Almas, la tarea de Virgilio consiste en llevar a Dante al punto en que su Iniciador asuma el control —dijo Simone—. Se trata de Beatriz. Es muy significativo que el Iniciador de Dante sea una mujer. Aquí hay algo más que el masculino exterior compensado por el femenino interior, que un poeta entrando en contacto con sus sentimientos. Beatriz está ejerciendo el papel de Isis, la Reina del Cielo y la Sabiduría en los misterios helenísticos. Michael se volvió hacia Curtis.
—Esto es lo que Clemente descubrió e intentó evitar desesperadamente: que el secreto cabalístico sólo fuera leído y revelado a quienes estuvieran siendo iniciados en los grandes misterios de los poderes mágicos y los símbolos metafísicos.
—¿No lo ves? —exclamó Simone—. Lo increíble está siempre enraizado en lo creíble. La estructura de la Divina Comedia concuerda perfectamente con la Cábala.
—Si Dante tenía en mente la Cábala, también conocería el número místico cabalístico 142857, que deriva de un antiguo dibujo de nueve líneas llamado eneagrama. En sentido figurado, el eneagrama es un mandala new age, una puerta mística de entrada a la tipificación de la personalidad. El dibujo se basa en la creencia en las propiedades místicas de los números siete y tres. Consta de un círculo con nueve puntos equidistantes en la circunferencia. Los puntos están conectados mediante dos figuras: una conecta el uno con el cuatro, con el dos, con el ocho, con el cinco, con el siete, y otra vez con el uno. La otra conecta el tres, el seis y el nueve. La secuencia 142857 se basa en el hecho de que dividir siete entre uno produce una repetición infinita de dicha secuencia.

—Danny mencionó que la cuenta secreta sólo podía abrirse mediante una combinación de cifra y palabras —explicó Simone—. La cifra podría ser 142857. Seguro que ya sabéis cuáles son las palabras.
—Árbol de la Vida —dijeron los tres al unísono.

Los primeros rayos de luz comenzaban a filtrarse, trazando curvas sinuosas. Unos pasos apresurados en la calle, el impermeable con hombreras de gotas. Una Nueva York siempre viva, incluso a esa hora temprana o tardía, llena de sonidos confusos, de cantos y silbidos, que se elevaban por encima de la luna. Se acercaba el alba, y todos los árboles se inclinaban hasta el suelo, doblando las rodillas en silenciosa adoración.

Michael dejó la ventana entreabierta y oyó la música de una banda tocando en algún sitio, no muy lejos.

22

—Fuera de estas cuatro paredes, ¿alguien sabe algo de esto? —preguntó Harriman, el antiguo secretario del Tesoro.
—Un antiguo periodista desempleado —repuso el hombre de la CIA.
—Esto es un oxímoron, Henry. ¿Estaba haciendo algo útil antes o después de desvelar los hechos?
—He dicho «un antiguo desempleado» porque está muerto —aclaró con gravedad el de la CIA —. Encontraron su cadáver en la habitación del hotel donde se hospedaba. El informe final está pendiente.
—¿Pendiente? —preguntó el secretario—. ¿Cuándo murió?
—Hace nueve días. Según la policía, fue un suicidio.
—¿Estuvimos implicados en la operación?
—¿Es una pregunta?
—Eso parece.
—Antes nunca querías saber nada.
—¿Hay eco o estoy oyendo voces? Quiero saber por qué antes no la habías cagado tanto como ahora.
— Se supone que era una operación «en mojado» llevada a cabo por la Sección Consular — replicó Lovett.
—Sólo que...
—Sólo que alguien se nos adelantó.
No hubo ninguna reacción. El hombre del Departamento de Estado sacó un sobre de papel manila del bolsillo superior de su chaqueta hecha a medida. Lo abrió y entregó el contenido al secretario del Tesoro. Harriman lo examinó entre suspiros. «Dios santo...» Era la fotografía de un cadáver desplomado en una bañera y con las muñecas ensangrentadas. Había una botella medio vacía de una bebida no identificada derramada por el suelo. Se la devolvió a Lovett sin decir palabra.
—¿Alguien nos la ha jugado? —La idea de una posibilidad tan burda persistió en el ambiente.
—Es muy poco probable. Las personas al corriente están en esta habitación —dijo Lovett acto seguido—. Y todos los presentes tendríamos mucho que perder si esto estallara.
—¿Qué hay de nuestros agentes sobre el terreno? —preguntó Harriman.
—Negativo —repuso Lovett—. Era una operación secuencial. Lo cual significa que estaban trabajando siguiendo órdenes ciegas. Compartimentación total de los datos.
—Con todo, el periodista está muerto.
—Y el contacto se ha perdido —añadió Lovett.
—¿Cuánto sabía?
—Bastante, o al menos eso pensaba alguien —señaló el banquero—. Supongamos que se asustaron. —Intentó sonreír pero no pudo.
—Exactamente, Ed. Se asustaron. Así que van y matan a un hombre por si acaso sabía algo. — Empujó la foto en dirección a Edward McCloy.
—¿Es tu valoración profesional, Ed? —Se mordió el labio y asintió en dirección a McCloy.
—Me aventuraré y les diré lo que imagino que pasó —terció el antiguo secretario del Tesoro, que hizo una breve pausa—. Seguro que nadie vio ni oyó nada. Y también que la puerta estaba cerrada por dentro, y que quien lo hizo no dejó huellas ni se encontraron trazas de veneno en el cadáver. ¿Qué tal voy, Henry?
—Rozando la perfección.
—Eso mismo creo yo —dijo el antiguo secretario. Su reputación era tan turbia como diáfana su mirada.
—Si presuponemos que ninguno de nosotros es responsable, dejemos un rato a quien lo hizo. — Lovett se levantó y caminó hasta la pared más alejada—. ¿Cuánto sabíamos sobre las actividades del periodista?
—Le hicimos advertencias serias hace unos tres meses —dijo Stilton.
—¿Cómo?
—¿Debo explicarlo con detalle, JR?
—No, me lo imagino... —contestó Reed.
—Ha dicho que estaba investigando. ¿Toda la operación o ciertas partes de la misma? —inquirió el antiguo secretario.
—Empezó con los aspectos económicos de PROMIS y luego lo amplió a programas comerciales derivados, bancos y operaciones en el extranjero. Entonces es cuando tomamos medidas drásticas.
El secretario soltó un silbido suave, in crescendo, del tipo que emite un hombre al que han cogido por sorpresa.
—Operaciones en el extranjero es un concepto muy amplio. Conlleva demasiadas operaciones en demasiados países.
—¿Significa esto que habría necesitado dinero?
—Exacto.
—Pero ha dicho que estaba sin empleo. —Miró directamente a Stilton—. ¿De dónde venían sus fondos?
—No lo sabemos. Pero sí parece que llevaba una vida modesta. Tenemos todos sus extractos de cuentas, facturas de teléfono, impuestos, alquiler, todo.
—Un periodista que vive al día no hace operaciones en el extranjero. Es demasiado para su bolsillo. ¿Cuántas veces ha estado fuera del país en los dos últimos años?
—Cero. Ninguna. Nada de valor. Nada de nada. Por eso creemos que actuaba solo. Hace unos seis meses intentó pedir prestados veinte mil dólares al First National Bank.
—¿Y?
—Su solicitud fue rechazada. —Stilton cogió una carpeta amarilla y sacó de ella un folio—. Ningún empleo remunerado.
—No obstante, alguien consideró prudente quitarlo de en medio y hacer que pareciera un suicidio.
—¿Hay alguien de quien debamos preocuparnos? ¿Alguien que esté metiéndose en nuestro territorio? —preguntó Henry Stilton.
—Es una teoría interesante. —Lovett miró a Harriman y a Taylor.
—En el transcurso de su investigación, ¿con cuántas personas habría establecido contacto el periodista? —preguntó Harriman.
El hombre de la CIA cogió otra carpeta, ésta de un amarillo brillante, y extrajo de ella otro folio.
—Ciento ocho —contestó. Harriman asintió en silencio.
—Supongamos que una de estas personas se enteró de algo, o sospechó algo —dijo Taylor—. Algo valioso, que pudiera proporcionarle..., proporcionarles, una riqueza incalculable... ¿Estamos de acuerdo?
—Se sabe que el chico siempre llevaba consigo una maleta llena de documentos, enfrentando a una parte interesada con otra —dijo Lovett.
—Un sistema ideal para que te maten —apuntó Reed.
—¡Hay que admitir que el muchacho tenía huevos! —exclamó Stilton—. Un gilipollas, pero con huevos.
—Veo que la virilidad es una cuestión importante para ti, Henry —dijo McCloy con una sonrisita de complicidad.
—Sin embargo, según el informe de la policía, la habitación de Shawnsee estaba vacía —lo interrumpió Lovett—. Ni maleta ni documentos —añadió con tono categórico—. Lo que sí sabemos es que realizó más de sesenta llamadas telefónicas a dos personas en sus últimas treinta y seis horas de vida. —Hizo una pausa significativa—. A alguien de Arlington.
—¿La CIA? —gritó McCloy.
—Ésta es la primicia que buscábamos —dijo Reed con tono burlón.
—Ya probamos por ahí, pero no hubo suerte. La pista se pierde en la puerta. Una ruta localizable sólo hasta un único complejo telefónico en Arlington, la autorización verificada mediante código, y una llamada realizada sobre la base de la seguridad interna. Ni diario, ni cinta, ni referencia de la transmisión —agregó Stilton con tono sombrío. Lovett se dejó caer en la silla.
—La autorización siempre puede localizarse a través del código. En este caso, el destinatario o director de Operaciones Consulares —dijo Harriman.
—Salvo que alguien se tomara la molestia de evitar las Operaciones Consulares desviando la llamada a otra entidad situada fuera de la Agencia. —Hizo una pausa y observó el bloc que tenía delante.
—¿Fuera de la Agencia? ¿Y dónde estaría esta entidad? —preguntó Lovett.
—En la cuenca del Pinto —respondió Stilton, reclinándose en la silla.
—¡La cuenca del Pinto! —exclamó Reed—. Qué demonios... —Se detuvo a media frase. Miró a Lovett—. Scaroni. Ese hijo de puta...
—Hay un detalle que aún no hemos examinado —terció Taylor, interrumpiendo el último arrebato—. Supongamos que le pagamos. Él devuelve el dinero a cambio de una recompensa económica ingresada en cuentas ciegas de Zurich, Berna, Bahamas o las islas del Canal, donde le resultarían accesibles. Le procuramos todos los códigos y contracódigos necesarios para que pueda verificar los depósitos cada vez que lo desee. Recuperamos el dinero. Él sale de la cárcel y al instante pasa a ser el hombre más rico del mundo. Sin resentimientos. Podríamos incluso ponerlo por escrito.
—Con una condición —señaló Reed—. Que lo mantenga en secreto.
—Scaroni no aceptará. La riqueza se mide con el tiempo que uno tiene para disfrutarla. Sabe que no dispondrá ni de cinco minutos —dijo Harriman—.¿Confiaría Scaroni lo bastante en el periodista para dejarle tener la cuenta bancaria como respaldo? Por si le pasaba algo...
—Negativo —replicó el hombre del Departamento de Estado.
—Estoy de acuerdo —afirmó Stilton—. Es un juego de alto riesgo. Uno no comparte información con gorrones al acecho.
—Y desde luego mantiene el círculo de confianza en el mínimo común denominador. Es decir, en uno mismo. —Taylor se puso en pie.
—De modo que volvemos a estar en el punto de partida —terció Reed.
—La verdad, Bud, sin ese dinero estamos en un río de mierda —lo corrigió Harriman.
—Alguien más está intentando encontrar el dinero. La diferencia es que ellos llevan más tiempo buscando, y probablemente saben bastante más que nosotros —indicó Taylor.
—Como apunte final, caballeros, sólo decir que, a menos que encontremos el dinero perdido, el sistema financiero mundial se irá a pique. Esto provocará la mayor quiebra económica de la historia, superando en mucho a la desintegración de la Banca Lombard en 1345, que acabó con buena parte de la civilización europea —susurró Harriman con su acento del Medio Oeste.

La reunión había terminado, y los asistentes empezaron a despedirse. David Alexander Harriman III se acercó tranquilamente a James F. Taylor mientras los demás se estrechaban las manos con gravedad.
—He dado a mi chófer el día libre. ¿Le importaría llevarme a la oficina? —dijo en voz baja.
—Será un placer —contestó el vicepresidente de Goldman Sachs.

El sedán circuló por Way Street, una zona residencial de las afueras de Washington, aminoró la marcha en un cruce, dobló a la izquierda y enseguida se fundió en el tráfico de la autopista. Los dos hombres hablaron breve y superficialmente, echándose frecuentes miradas. De pronto se quedaron callados.
—Mantengamos informado a nuestro hombre en Roma. Nos vendrá bien.
—Es un idiota —replicó Taylor, mirando a Harriman.
—Y un fanático. En algún momento quizá necesitemos que nos cante El himno de la batalla de la República mientras se pone por nosotros en el punto de mira. —Volvieron a quedarse callados.
—¿Y qué hay de la hermana y los otros dos?
—Esperamos y miramos con paciencia y discreción. Podemos aprender mucho. Siempre hay tiempo para actuar.
—Estoy de acuerdo. Hasta ahora no han conseguido nada —susurró Taylor.
Harriman sacudió la cabeza.
—Creo que sí han conseguido algo. Lo que pasa es que aún no lo saben —precisó mirando al frente.—
¿Por qué tengo la sensación de que sabe usted más de lo que cuenta?
—Por ahora es sólo esto..., una sensación —fue la respuesta del anciano. Taylor entornó los ojos, examinando el semblante del otro en busca de pistas.
—¿Puede aclarármelo?
—El hombre invisible.
—¿Está aquí?
—Llegó hace unos días de París.
—¿Aquí?
—Allí.
—Pero ¿cómo hizo usted...?
—Informantes en Roma. ¿Cómo si no?
—Uno no interroga a los informantes tan a fondo.
—Ya lo creo que sí.
—Entiendo —dijo Taylor haciendo una mueca—. Pero ¿y Scaroni?
—Me sorprendería. Es un peón. Quien sea, vino de algún sitio..., y se esfumó.
Taylor le contestó con un silencio. Su rostro expresó preocupación y desdén.
—¿Para quién? —Taylor volvió a guardar silencio. Se recostó en el asiento, estiró las piernas y miró por la ventanilla.
Una ligera llovizna acariciaba suavemente el techo del sedán, salpicando el parabrisas. Echó un vistazo al hombre sentado a su lado. Harriman estaba absorto en sus pensamientos.
—Oigo a un hombre del pasado, un hombre que nunca fue. —Se puso a recitar una vieja nana—: «Mientras subía la escalera, me encontré con un hombre que no estaba allí. Hoy otra vez no estaba...»
—«Ojalá, ojalá él hubiera venido a jugar.» —Taylor sonrió, burlón, tras citar incorrectamente el último verso.
—Jim...
—¿Señor secretario?
—Por ahora no mencionemos Roma. Hasta que las cosas estén más claras.
James F. Taylor esbozó una leve sonrisa. Su madre, la de la «F» de la inicial, lo hubiera aprobado.

Continúa aquí.